El comunismo residual no renuncia a sus clichés ideológicos

Philippe Delorme.
Philippe Delorme.

    En uno de mis primeros viajes a Roma en los años setenta, me sorprendió mucho encontrar en una esquina del barrio del Parioli una imagen de la Virgen -Mater Itineris , si no recuerdo mal-, llena de ramos de flores y exvotos: toda una devoción enraizada en la cultura popular, situada por paradoja en la confluencia con una calle dedicada nada menos que a Antonio Gramsci. Y pensé en sus razones para dar la vuelta en términos marxistas a la mentalidad cultural de un pueblo; y a la imposibilidad de conseguirlo cuando existe un imaginario profundamente arraigado por siglos.

    En ese contexto, me sigue admirando la tenacidad del viejo y anacrónico comunismo para seguir repitiendo una y otra vez esquemas ideológicos supuestamente científicos, que no se sostienen ante la tozuda realidad de hechos nada difíciles de comprobar. La historia no discurre por los cauces del llamado materialismo histórico. Basta pensar en algunos aspectos de la China actual: no explican cómo, en una sociedad controlada por el partido comunista, el excesivo precio de la educación de los hijos sea una de las causas de su invierno demográfico, que continúa a pesar de la derogación de la política del hijo único.

    Pienso también en Francia, donde se reabre ahora otra querella contra la libertad ciudadana. Quedó zanjada tras la experiencia fallida –al menos, en el campo educativo- del programa común que llevó a François Mitterrand a la presidencia de la República. En realidad, no es algo propio de la izquierda, sino de los partidos políticos franceses: los fracasos suelen dar lugar a cambios en la denominación de las formaciones. No llegan a la creativa imaginación lingüística italiana, pero casi: del frente popular de anteguerra al programa común; y de éste, a la actual Nupes en la oposición (nueva unión popular ecológica y social). Algo semejante ha sucedido desde el centro a la extrema derecha.

    Se advierte con frecuencia cómo el partidismo desestabiliza sectores diversos de la vida social. Otras veces he escrito sobre la obsesión respecto de una laicidad hipertrofiada en laicismo. Hoy quiero referirme a una nueva batalla cultural en el campo educativo, que el comunismo galo no da por perdida, a pesar del estrepitoso fracaso de 1984.

    En la posguerra, dentro del esfuerzo colectivo por la universalización de la enseñanza básica, en buena parte de los países europeos convivían armónicamente centros públicos y privados. De acuerdo con el clásico principio de subsidiariedad, la escuela estatal llegaba a los últimos rincones de cada país, que no podía cubrir lógicamente la iniciativa social. Diversos sistemas de apoyo público permitían atender así a todos. En Francia, cuajó la figura del contrato de asociación (para entendernos, semejante a la escuela concertada), de acuerdo con la ley Debré de 1959.

    Con Mitterrand en el Elíseo, Alain Savary, ministro de Educación del gobierno Mauroy, planteó en 1984 la creación de un servicio público de educación laico, que suscitó en contra la quizá mayor manifestación ciudadana del siglo XX en París. Hubo que dar marcha atrás. Pero desde hace unos meses se replantea, en términos de mixité: no es la coeducación, que se impuso en Francia por razones económicas, no ideológicas (para conseguir que no se quedara nadie sin escuela en lugares donde no era posible contar con dos centros personalizados), sino la mixité sociale, la integración de estudiantes de toda condición en cada escuela. 

    Una decisión razonable de organización didáctica –el mapa escolar que prima el criterio de proximidad en la admisión de alumnos- tiene efectos no deseados: se produce lógicamente una desigualdad entre colegios o liceos, según estén situados en zonas urbanas o rurales, en el centro de las ciudades o en las barriadas extremas, con el riesgo de formación o consolidación involuntaria de guetos. Hay diferencias serias –mensurables cuantitativamente- entre centros públicos casi vecinos. Y se pueden agrandar cuanto se quiera si se comparan colegios privados antiguos, fundados intramuros , con los más recientes centros creados en zonas del extrarradio, que muy pronto exigieron un reforzamiento pedagógico importante, a través de la institución de “zonas de educación prioritaria” (ZEP).

    Pero algunos comunistas franceses lo sacan de quicio en una tribuna en Le Monde, hasta relanzar la lucha con eslóganes que dan grima: “La guerra escolar nunca ha cesado. La libran la escuela pública y sus cómplices políticos contra la escuela de la República y los niños más desfavorecidos de nuestro país”. Incluyen tópicamente el favoritismo hacia los centros privados..., que no debe de ser muy eficiente, puesto que la proporción en torno al 20% del alumnado se mantiene desde tiempo inmemorial.

    El problema es complejo, porque incluye también, como no podía ser menos, las diferencias con los centros de formación profesional, en un país con poca tradición en este campo, salvo las llamadas Maisons familiales rurales, fruto del asociacionismo libre y no del Estado: otra muestra más de que las  soluciones suelen llegar por la vía de la conciliación, no de la guerra. Así lo entiende el ministro de educación Pap Ndiaye y el secretario de la enseñanza católica Philippe Delorme, que acaban de firmar el 17 de mayo un protocolo de acuerdo para favorecer la mixité sociale en los centros bajo contrato de asociación.

 
Comentarios