Tras la cumbre de París sobre un sistema financiero internacional y solidario

El presidente de Colombia, Gustavo Petro.
El presidente de Colombia, Gustavo Petro.

         El presidente francés lanzó la iniciativa, y varios líderes mundiales firmaron un expresivo manifiesto, aunque no todos acudieron a la cita, que reunió a varias decenas de gobernantes. No es fácil valorar los resultados de la convocatoria, en intento de reducir la distancia Norte-Sur en materia de conversión ecológica y refinanciación de la deuda. Pero se ha dado un buen paso adelante.

         Al escrito colectivo de los mandatarios, se sumó una expresiva tribuna de Gustavo Petro. Esos textos lamentan muchos de los problemas actuales de la comunidad internacional. Son reales: persistencia o incremento de desigualdades, deterioro del medio ambiente ante la insuficiente conversión ecológica, relativo fracaso de la cooperación internacional, falta de medios y de transparencia en la lucha contra las diversas “pandemias”, insistencia en planteamientos demográficos desmentidos por la historia reciente.

         La cumbre de París ha contribuido a precisar mejor los diagnósticos y a diseñar vías de solución, que no van a ser unívocas. Sería contradictorio invocar la biodiversidad y planear orientaciones uniformes para sociedades con historia, cultura y realidad social muy diversas.

         La cooperación internacional al desarrollo, en formas variadas, sustituyó hace décadas a los caducados criterios de fondo colonialista. Pero no ha conseguido evitar la efectiva vulnerabilidad de tantos nuevos estados. Como tampoco muestran plena efectividad los programas de las agencias especializadas de la ONU.

         Las pandemias y la pervivencia de viejos conflictos armados, a los que se ha añadido la invasión de Rusia a Ucrania, son factores añadidos a la solución de problemas que, en realidad, no derivan de esas causas. Desde luego, mientras no se perfilen de veras las raíces profundas de la situación, no parece prioritario abandonar el marco global diseñado a partir de los acuerdos de Bretton Woods, en gran medida superado quizá por la falta de responsabilidad de quienes actúan con mentalidad postcolonial: como si no tuvieran que hacer sus deberes, porque les exonera la supuesta culpa histórica de las potencias dominadoras. No sé si injustamente, pero algunos planteamientos ante el peso de la deuda pública en naciones menos desarrolladas recuerdan las continuas amnistías fiscales del siglo XIX español: borrones y cuentas nuevas, que no iban al fondo de la realidad.

         Un riesgo actual es la magnanimidad de palabras y objetivos frente a la penuria de soluciones prudentes que adecúan los fines a los medios disponibles. Esa grandilocuencia suele ir unida a proyectos que ponen entre paréntesis la libertad de la persona, a partir de una fracasada locura tecnocrática o de pretensiones geopolíticas, como las protagonizadas por Lula en París, y olvidan la tremenda tensión entre Estados Unidos y China.

         Esos intentos de planificación casi cósmica no tienen quizá en cuenta la condición de países incapaces de invertir de veras para superar la pobreza o evitar las consecuencias del cambio climático. Acaban convirtiéndose en espectadores impotentes de crisis de las que no se sienten responsables; al contrario, se consideran víctimas abandonadas a su suerte por los auténticos culpables de su dolencia.

         No parece difícil invitar al Banco mundial, al FMI, a los diversos bancos regionales del desarrollo, a que asuman más riesgos financieros y fomenten la participación de recursos privados. Pero es preciso asumir también los peligros del proteccionismo a ultranza. Sucede algo semejante, mutatis mutandis, a la crisis de la acción afirmativa o discriminación positiva en los Estados Unidos.

         A base de repetir que no es cuestión de caridad ni de tener buena conciencia, como repite Le Monde en su editorial del pasado día 21, se olvidan exigencias éticas proclamadas al menos desde Aristóteles. Para los clásicos, dar a cada uno lo suyo no se reduce a la justicia conmutativa. La justicia es también distributiva y social: su objeto forma parte del bien común, distinto y superior a la necesaria “solidaridad global en interés de todos”, recordada por ese gran diario de París.

 
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