Las democracias de Occidente ante minorías cada vez más activas

    Los amantes de la democracia como régimen de gobierno no podemos estar tranquilos cuando crecen las amenazas a libertades básicas y a la clásica división de poderes. No se ha cumplido afortunadamente la profecía sobre la muerte de Montesquieu, pero se multiplican los riesgos. Basta pensar en la reacción espontánea del presidente Biden –luego matizada- ante la sentencia que absuelve a Kyle Rittenhouse, otro caso que ha dividido en dos a los Estados Unidos. O en las llamadas de atención desde Bruselas a los países del grupo de Visegrad, o a la propia España. Sin dejar de lado a Francia, que sigue sin ejecutar sentencias del Tribunal europeo sobre la imparcialidad en la instrucción de procesos penales, mientras el Senado lucha contra el exceso del recurso gubernamental al decreto-ley. Ni el terrorismo ni la pandemia justifican todo. 

    Se trata de corruptelas de la democracia, que puedan acabar mal. Por fortuna, estamos lejos del radical ataque a la soberanía popular de los golpes de Estado. Todavía estamos tratando de encajar el de Sudán, el tercero del continente africano en pocos meses, tras Malí y Guinea. Desconcierta la última noticia: el inicialmente confinado primer ministro, Abdallah Hamdok, vuelve al poder, de acuerdo con el hombre fuerte de la situación, el general Abdel Fattah Al-Bourhane.

    No menos grave es el patente crecimiento de la oleada autoritaria en los regímenes totalitarios: ante todo, la China comunista, que tiene estos días un hueso difícil de roer, con la desaparición de la tenista. Fue un error la designación para el mundial de fútbol de Qatar, que se ha cobrado demasiadas víctimas humanas en la preparación del evento. Pero más increíble es la elección de Pekín para otros juegos olímpicos, cuando el partido chino se mofa de sus promesas en materia de derechos humanos.

    En las relaciones internacionales se extiende una práctica que funciona como si se pudiera poner entre paréntesis el estado de derecho y la defensa de las libertades. No se puede sacrificar la dignidad humana en el ara de la paz ni menos aún en la del comercio. 

    Importa mucho erradicar esa indiferencia también en la política interior de países de tradición democrática, que ha establecido importantes sistemas de garantías y contrapesos para evitar posibles tiranías: instancias constitucionales, independencia del poder judicial, consejos consultivos y organismos “reguladores” independientes, mayorías cualificadas para la aprobación de leyes o nombramientos de máxima importancia.

    Falta en estos momentos resolver el gran problema planteado por la revolución tecnológica en el campo de la comunicación. Ha facilitado hasta extremos impensables el trabajo y las relaciones humanas. Pero también comportamientos antijurídicos y antidemocráticos. Los servicios de seguridad luchan contra las diversas manifestaciones de la llamada ciberdelincuencia. Pero la sociedad no tiene hoy por hoy los recursos indispensables para frenar la manipulación, la desinformación o la expansión del odio en las redes sociales. 

    De hecho, existen minorías en diversos campos, que confunden el interés general con sus propios intereses, y no todas están exentas ni mucho menos de agresividad. Al fenómeno clásico del lobby, se unen hoy múltiples campañas reforzadas por la tecnología, con cierto denominador común: negar el pan y la sal a quienes se permiten discrepar aun sólo en matices; llegan a hacerles la vida imposible y a destruir imagen pública y posible carrera profesional. Fragmentan así la sociedad –con la paradoja de que los verdugos suelen culpar a las víctimas-, y lesionan gravemente la convivencia democrática.

    A la falta de reacción social –especialmente en países de cierta mentalidad fideísta, como España-, se une la incapacidad de resolver los problemas con los recursos jurídicos tradicionales. No harían falta leyes ni tribunales especiales –algunos sí, ante nuevos fenómenos-; porque un delito contra la buena fama lo es tanto si se comete en una trifulca como en una red social. Pero es necesario adaptar el funcionamiento judicial a la realidad de estos nuevos tiempos, para defender de veras a los ciudadanos. Por esta grieta podrían, si no, desmoronarse los mejores sistemas democráticos. Y, desde luego, no muestran aprecio por la democracia los políticos que no quieren poner a disposición de los jueces los medios indispensables.

 
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