La difícil lucha contra la corrupción en Europa: alguaciles alguacilados

Me viene a la cabeza ante tantos sucesos de corrupción en la vida pública propia y ajena. No es problema específico de España, a pesar de nuestra larguísima experiencia, no sólo literaria, en materia de picaresca: en el imaginario colectivo prevalece la admiración –casi la envidia- hacia el listillo, frente a la indiferencia -cuando no la burla- hacia el cumplidor.

Quizá esto explica las diferentes reacciones. En la cultura nórdica, como se sabe, un simple descuido en el uso de tarjetas de crédito oficiales –sin ánimo de fraude- lleva a la dimisión de una ministra. No es el caso de Italia, donde no paran de discutir sobre prácticas abusivas en materia de urbanismo, ahora imputables a los antes debeladores de la vieja política, apoyados por el Tribunal Supremo, que confirmó la condena a Silvio Berlusconi hace cuatro años por evasión de impuestos: todo un entramado de facturas falsas a través de sociedades offshore en el contexto de la compra de derechos de televisión para Mediaset.

En cambio, los dos últimos presidentes de Francia han reaccionado con presteza ante casos concretos. Tanto François Hollande como Emmanuel Macron han sufrido en su carne el fenómeno con que abro estas líneas, inspirado en uno de los Sueños de Francisco de Quevedo, sin necesidad de recurrir al Buscón.

En su primer gobierno, Hollande había designado ministro del presupuesto a Jérôme Cahuzac, con una misión de máxima entidad: la lucha contra el fraude fiscal en la República francesa. Pronto surgió un affaire sobre sus cuentas en bancos de Suiza, que negó insistentemente, hasta que no tuvo más remedio que dimitir. Su posterior confesión provocó un auténtico terremoto político. En 2016 apeló la sentencia que le condenaba a tres años de prisión. La desconfianza de los ciudadanos ante la corrupción de los dirigentes llevó a muchos a poner la esperanza en la extrema derecha. Pero el Parlamento europeo acaba de levantar la inmunidad a Marine Le Pen, imputada en otro affaire sobre indicios de financiación fraudulenta del Frente Nacional.

Tras las elecciones legislativas, se esperaba una leve reorganización técnica del ejecutivo, de acuerdo con la tradición francesa y con la realidad de que todos los ministros habían salido diputados. Pero Macron ha tenido que lidiar una auténtica crisis política, por la dimisión forzada de Richard Ferrand, ministro de cohesión territorial, y firme apoyo del presidente en su reciente campaña. Poco después de su nombramiento, se hicieron públicos affaires diversos previos. A esta se ha añadido luego la del ministro de justicia, François Bayrou, junto con otros de su MoDem (movimiento democrático), implicados también, según parece, en el fraude de los asistentes parlamentarios en la Eurocámara. Aparte de su decidido apoyo a Macron desde comienzos de año, a Bayrou le correspondía defender como ministro de justicia el proyecto de ley para la moralización de la política y la restauración de la confianza de los ciudadanos en la acción pública. Su continuidad resultaba de todo punto imposible.

Por aquellos días de 2013, una encuesta de Ipsos para Publicis, en la que se escuchó a más de seis mil europeos, reflejó cifras alarmantes, no sólo sobre la inquietud ante la corrupción sino, sobre todo, sobre la falta de soluciones por parte de los gobiernos: sólo el 21% confiaba en el de Francia; 19% en España; 15% en Italia; frente al 45% en Alemania. Hoy esa percepción ciudadana, aunque no disponga de datos de sondeos recientes, ha debido de cambiar radicalmente con la enérgica actitud de Emmanuel Macron.

La reacción del presidente francés y de sus ministros parece confirmar la influencia del modelo sueco en el próximo quinquenato. No vendría nada mal algo de eso por estos pagos, donde la ley del embudo campa por sus fueros. No sé si debió dimitir o no el fiscal anticorrupción –institución, por cierto, que me ha parecido contraproducente desde su creación, y los hechos no desmienten cuanto escribí en su día-, pero resulta inaceptable que algunos que le criticaron ácidamente defiendan ahora a correligionarios, no ya con poca estética, sino imputados jurisdiccionalmente. No lo están -al menos por ahora- ninguno de los cuatro ministros sustituidos en Francia. Pero el presidente de la República parece dispuesto a provocar o aceptar las dimisiones, aunque sin cortar por lo sano: al menos dos de los salientes del ejecutivo ocuparán puestos de relieve en la Asamblea Nacional. No parece muy lógico: confirma que la lucha contra la corrupción se resiste a recetas y simplismos.

 
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