Un momento crítico para la inserción de Turquía en Occidente

Cuando escribo estas líneas, termina un fin de semana pródigo en protestas, sobre todo, en Estambul y Ankara, así como en las ciudades con mayor presencia universitaria. En parte, la gente joven turca recuerda más la nocturnidad de sus coetáneos occidentales que las primaveras árabes. Obviamente, lo subraya de modo partidista el primer ministro Erdogan, frente a quienes estiman que Turquía no puede entrar en la Unión Europea con ese tipo de política. Alude a eventos similares en Grecia, en Francia o en Alemania, hasta el pasajero Occupy Wall Street.

El intento de asociar las protestas a un extremismo más o menos terrorista recuerda reacciones ante las manifestaciones en Francia contra las leyes familiares de Hollande. Pero lo cierto es que, en Estambul, los ultras de los tres principales clubes de fútbol ‑Besiktas, Fenerbahçe y Galatasaray‑, han prestado su más cálido apoyo nocturno al movimiento, hasta transformar la plaza Taksim, corazón de los acontecimientos, en un gran estadio deportivo. No deja de ser noticia que hayan depuestos sus rivalidades, agudizadas hace apenas tres semanas, cuando un seguidor del Fenerbahçe moría apuñalado por un hombre que llevaba una camiseta del Galatasaray, al término del último partido de la temporada.

Frente a la posible deriva ácrata de las protestas, el vicepresidente del gobierno, Huseyin Celik, consideraba que el proceso se estaba normalizando y prometía “responder a todas las exigencias razonables, democráticas y respetuosas de la ley”. Hacía eco al propio Erdogan, que había suavizado su enérgico tono inicial contra “vándalos” y “extremistas”, para recrudecerlo de nuevo al llegar el domingo al aeropuerto de Ankara ante una auténtica concentración de apoyo popular ‑casi a las misma hora en que una multitud tomaba de nuevo la plaza Taksim en Estambul‑: aseguró que no le intimidarán los “saqueadores” y emplazó a responderles a fondo en las elecciones municipales del próximo mes de marzo.

Pero nada ha dicho de momento respecto de las reivindicaciones femeninas, un elemento diferencial, que se reflejó en la marcha de miles de mujeres en Estambul el sábado. Las reformas del derecho de familia introducidas durante el mandato de Erdogan son insuficientes desde la perspectiva europea, más aún si se comparan con otros cambios, que caminan hacia la sustitución del principio de laicidad introducido por Kemal Atartuk por una progresiva confesionalidad islámica. Además, las mujeres se quejan de que la realidad es peor que las leyes: en parte, porque responde a criterios sociales endémicos, atizados en la práctica por discursos gubernamentales en temas candentes, como la natalidad o la impunidad del acoso en los centros de trabajo. No deja de ser significativo que una de las propuestas del feminismo turco sea la sustitución del actual ministerio de mujer, familia y asuntos sociales, por otro denominado de la igualdad.

De momento, la policía no entra en la plaza Taksim, donde campean casetas informativas sobre las diversas reivindicaciones: represión de la libertad de prensa, censura de Internet, excesos policiales, cuestiones ecológicas –no se olvide que la protesta comenzó para defender un parque público, amenazado por la construcción de un centro comercial‑, crisis de empresas públicas de entidad, falta de libertad religiosa. Como en Occidente, la mayoría de los acampados son jóvenes de clase media y alta, aunque en las caceroladas de los barrios intervengan también jubilados, funcionarios o amas de casa.

Erdogan gobierna con una cómoda mayoría absoluta: 49,8% de votos en las últimas elecciones generales. Pero la otra mitad del país no quiere la islamización de Turquía, menos aún con el actual predominio sunita. No sé hasta qué punto se sostiene la tesis sobre el crecimiento del abismo entre las dos Turquías –frecuente en crónicas de periodistas españoles, por evidentes razones patrias‑, ni si hay efectivamente riesgo de una guerra civil: aunque la cúpula militar está ampliamente remozada, la condena judicial de jefes y oficiales ha causado heridas que distan de haberse cerrado, a pesar del clamoroso silencio actual del ejército.

Más bien, y en contra de viejas tesis marxistas, el malestar social puede ser consecuencia de un enorme crecimiento económico ‑el país ha triplicado en una década su renta per cápita‑, incompatible con el autoritarismo oficial, reflejado en el tópico de que “la paciencia tiene un límite”. Como expresaba Financial Times en su editorial del pasado día 3, “la Turquía moderna requiere una democracia moderna”.

 
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