La polarización política, enfermedad senil de la democracia

Joe Biden, presidente de Estados Unidos.

    Al parecer, a la conocida cerveza extendida a medio mundo desde San Luis (Missouri), una lata decorada con la imagen de un influencer  trans le ha pasado una factura negativa de unos veinte mil millones de dólares en Wall Street. Apenas un minuto después de que la figura apareciera en Instagram, las ventas comenzaron a desplomarse hasta un 20%.

    El fenómeno de la presión sobre marcas o empresas por razones ideológicas no es nuevo. Pero nunca había observado tales proporciones. Parece un claro reflejo del enconamiento de la guerra cultural a favor y en contra de los diversos woke. 

    El problema viene de lejos, aunque no están contribuyendo a pacificar los espíritus las medidas radicales del presidente Biden y el comportamiento casi histriónico de Trump. Hasta el punto de que se podría hablar de una enfermedad senil de la democracia americana, no derivada solamente de la avanzada edad de ambos líderes, que parecen dispuestos a no renunciar a la Casa Blanca en las elecciones del 2024. Más joven es el gobernador de Florida, Ron DeSantis, que mantiene su pulso contra Disney o las praxis pedagógicas del criticismo.

    Menos espectacular, pero quizá más real y efectiva, es la evolución de consejos de administración y juntas de accionistas de grandes empresas y fondos de inversiones ante los criterios medioambientales, sociales y de gobierno (ESG): comienzan a tener repercusión en los estados financieros de las compañías, y no sólo en su imagen o en su reputación corporativa; el empleo de lo “renovable” en campañas de publicidad puede convertirse en mera cosmética, por la oposición de las mayorías a decisiones ejecutivas prácticas que supondrían reducir beneficios.

    Este tipo de problemas se plantea en estos momentos en buena parte de los países democráticos occidentales, también en los que se rigen por sistemas electorales de carácter proporcional. Da la impresión de que puede ser un efecto no deseado de los regímenes presidencialistas o de representación mayoritaria, como sería el caso también de la actual situación política en Francia. Aunque no se da de hecho en el Reino Unido, donde las crisis suelen acabar en alternancia. La frecuencia de gobiernos de coalición en Europa tampoco garantiza la desaparición de las polarizaciones políticas periódicas.

    Ciertamente, el término se aplica a realidades distintas y no hay un modo unívoco de medir el fenómeno: no siempre resulta asimilable al radicalismo o a la expansión de los populismos, en el fondo incompatibles con una sociedad tan compleja como la actual. Justamente por esa confluencia de aspectos tan variados en los problemas sociales, se hace más difícil el éxito del diálogo para alcanzar compromisos eficaces. Además, los medios informativos suelen destacar mucho más las tensiones, los desacuerdos, las rupturas. Caen en la dialéctica del amigo-enemigo, la vieja simplificación de Carl Schmitt que renace con demasiada frecuencia.

    En fechas más recientes, esa tendencia está siendo favorecida por la emotividad omnipresente en las redes sociales, cauce continuo de adhesiones y odios inmediatos. Un solo titular, no necesariamente exacto, desata aluviones de mensajes a favor o en contra: los míos y los otros. No hay argumento racional que valga ante la fuerza –o la herida- de los sentimientos.

    El fenómeno se ha agudizado también, a mi entender, por la expansión del intervencionismo público en cuestiones que antes se debatían y vivían dentro de la sociedad civil, sin necesidad de leyes ni decretos. Basta pensar en los grandes temas antropológicos y éticos que provocan, incluso, escisiones dentro de partidos más o menos consolidados: de ahí la frecuencia de la apelación a las muy diversas objeciones de conciencia, irreconciliables entre sí en un mundo fragmentado. Así, la actual guerra cultural estadounidense se centra en identidades básicas, como la vida, el género, la raza o el medio ambiente.

    Hace años, el sociólogo Peter Berger comentaba que, desde la Ilustración, intelectuales de todas las tendencias pensaron que la consecuencia inevitable de la modernidad era el declive de la religión, gracias al progreso de la ciencia y la racionalidad. Pero en muchas partes del mundo han proliferado creencias, valores y cosmovisiones, incluso esoterismos que parecían ridículos. Y concluía: “la modernidad no se caracteriza por la ausencia de Dios, sino más bien por la presencia de muchos dioses”. En esa misma línea, se podría admitir que la lucha visceral contra toda discriminación, ha dado pábulo a nuevas discriminaciones.

 

    Se impone el renacimiento de la tolerancia, en cuanto camino democrático de superación de conflictos aparentemente irresolubles. Debería ir acompañada de un plus de transparencia y de rigor en la aplicación de los procedimientos (consultas ineludibles a priori o posteriori de órganos independientes; renuncia al obstruccionismo parlamentario y al abuso del decreto-ley). Sin excluir, claro, la corrección de los desajustes de las leyes electorales que rigen la representación de los ciudadanos. Y, por encima de todo, la cultura democrática del respeto y la apertura dialogante ante las posturas contrarias.

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