Técnica, sobriedad, riqueza y lujo ante la conversión ecológica

    Paso unos días en Galicia, frente a la isla de Arousa, donde resulta imposible no pensar en la belleza de la naturaleza y en la necesidad de cuidar la creación. No encuentro trazas del cambio climático, pues experimento la misma sensación que tuve aquí hace ya muchos años. Pero tampoco es motivo para fomentar falsos negacionismos, lejos también de aceptar las exageraciones radicales de la deep ecology.

    Sin entrar en análisis profundos, se mantiene en esta zona el tradicional equilibrio económico, con trabajos clásicos en la pesca y la agricultura de dimensiones muy humanas. Y, a tenor de los abundantes residuos poco degradables en corredoiras  y sendas, no se deduce una seria inquietud ecológica: poco que ver con los recientes conflictos ganaderos en tierras de Castilla y León.

    Todo invita a seguir pensando con calma en la incidencia real de la conversión ecológica sobre la que tanto se escribe y se promete por parte de los líderes políticos occidentales. No suele ser tema de interés para los ciudadanos de rentas menores, salvo en lo que les afecta negativamente, por la subida de impuestos y de precios. Parece imperiosa la necesidad de criterios equitativos en la resolución de los problemas medioambientales.

    Hace unos meses, la COP27 acordó evitar la doble penalización ecológica de los países menos desarrollados (como la de las clases populares en los países prósperos, en línea con la rebeldía de los “chalecos amarillos” en Francia). No se trata sólo de hacer pagar más a los que contaminan más, es decir, simplificando, los ricos. Habrá así quizá un reparto más proporcional de los recursos, pero sin incidir en las causas reales que ponen en peligro el futuro del planeta.

    Cada día queda más patente que es decisivo conseguir armonizar los distintos relojes del crecimiento y, tal vez, diseñar criterios distintos a PIB o renta per cápita, para valorar el nivel de un desarrollo que debería ser más cualitativo y someterse de veras al bien presente y futuro de la persona. Habría que dejar de correr… hacia ninguna parte. Dar mayor realce a los fines que a los medios. Ser más, no tener más.

    Por otra parte, ha caído el mito del progreso perenne e irreversible, la gran narrativa construida por la Ilustración y su fe en la ciencia y en la técnica. Ciertamente, los avances siguen siendo continuos, pero hoy somos conscientes de sus límites: basta pensar en quienes sienten pavor ante la inteligencia artificial, porque les evoca las derivas masivamente letales de la fusión nuclear. El dominio de los novísimos recursos técnicos no asegura la habitabilidad del planeta, la reducción de su deterioro, el mantenimiento de la biodiversidad.

    No suenan ya a moralina los discursos que invitan a la sobriedad en el uso de la energía o en los diversos tipos de consumo. Pero es también cuestión de justicia social, como señala Éloi Laurent, profesor en Sciences Po y en Stanford, que dibuja en Le Monde un tríptico –y a la vez trípode- con la reducción de las desigualdades, el replanteamiento de las necesidades humanas y la reinvención de la cooperación social.

    Una mayor presión fiscal sobre los “ricos” tendría un justo efecto igualitario respecto de la financiación de las medidas necesarias para “descarbonizar” el sistema económico. Pero apenas incidiría en la reducción del consumo: su capilaridad deriva tanto de la capacidad empresarial de crear necesidades, como de la difusión popular -a través de películas y series- de modelos de lujo: mansiones, jets, cochazos, vestuario. Como señala Laurent, mientras las exhortaciones a la sobriedad colectiva vayan unidas al espectáculo del lujo, las exigencias de la transición ecológica se recibirán de entrada con desconfianza. En cualquier caso, las regulaciones medioambientales deberían tener muy en cuenta la realidad social, para no penalizar a los más vulnerables, como puede estar sucediendo en el ámbito agropecuario tradicional.

 
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