Las universidades no son fábricas de parados ni de ideólogos

 

    

He leído las protestas de profesores americanos contra la ley del Estado de California que les impone tener en cuenta en sus clases y en sus investigaciones perfiles ideológicos como el de género o el de la teoría crítica de la raza. Coincide con la batalla permanente de Ron DeSantis en el Estado de Florida para erradicar, también legalmente, compromisos educativos a favor de los diversos despertares. Y he visto también una interesante defensa de Soazig Le Nevé contra las acusaciones de que las universidades no contribuyen en Francia a la lucha contra el desempleo, como si estuvieran desconectadas del mundo profesional.

Son algunas de las muchas incertidumbres relativas al quehacer educativo que la pandemia del covid llevó a primer plano. Las más delicadas afectan a las enseñanzas básicas, especialmente quizá en Estados Unidos, por la unilateralidad de los sindicatos de profesores. Pero, junto con la experimentación de multitud de nuevos enfoques, la situación ha planteado también serios interrogantes sobre el futuro de las universidades, aunque los diversos rankings publicados periódicamente siguen inspirándose en los mismos criterios que antes, también lógicamente para permitir comparaciones. 

Sin duda, existen nuevos problemas económicos y financieros derivados de la pandemia, así como de la diferente actitud de las jóvenes generaciones ante los compromisos laborales. Se superponen a viejos y endémicos problemas universitarios, nunca resueltos por su propia complejidad: basta recordar la teoría de las dos culturas, la tensión entre ciencias básicas y especialización, el difícil equilibrio de libertad de cátedra y burocracia excesivamente intervencionista, la diferencia entre autonomía y endogamia o, en fin, la necesidad o no de validar títulos y competencias –en sí, científicos- por una autoridad político-administrativa más o menos heredera de la mentalidad napoleónica.

No sé si es posible hoy un debate sobre la misión de la universidad, al estilo del que se vivió en España por los años cincuenta, con libros y aportaciones imperecederas de grandes maestros como Ramón y Cajal, Ortega o D’Ors. La actual complejidad social se resiste a soluciones simples, por prolijas que sean en su expresión, como la última y farragosa ley de universidades en España.

No me parece obstáculo a reiterar algún criterio básico, aunque su radicalidad parezca formalmente negativa, en el sentido de que una universidad actual no puede ser “eso”. Tampoco puede serlo “todo”, como parecen esperar legisladores digamos holísticos. 

Grandes transformaciones de los últimos tiempos no han nacido en las universidades, pero sí la mayor parte. En cualquier caso, se han incorporado muy pronto a sus planes de estudio, pero no con la mentalidad de aquellas escuelas técnicas de los cincuenta, con un difícil ingreso, pero con la seguridad de un destino en la administración pública al terminar los estudios. Hoy no es así, también porque las necesidades laborales son más diversas y especializadas y se valoran mucho las capacidades personales de compromiso y adaptación, de valoración y análisis, incluida la posible asunción de riesgos.

Por eso, y aparte de su falta de fundamentación de fondo, resulta destructiva la negación de la libertad de expresión, que derivaría de leyes como las de California. La experiencia histórica muestra que las ideologías cerradas son camino de la decadencia: sean grandes imperios como el de Roma, o los valedores del hombre nuevo en la Unión Soviética y sus epígonos actuales, o los ayatolas forjadores de repúblicas islamistas arcaicas.

La imposición absoluta niega la libertad. Por tanto, impide exigencias universitarias esenciales: generar conocimiento por la investigación; innovar, emprender; superar inercias inmovilistas y endogámicas; lograr calidad, excelencia; fomentar la interdisciplinaridad, incluida la interacción de ciencias y humanidades; admitir y valorar nuevas experiencias didácticas.

Allan Bloom resumió la crisis universitaria de Estados Unidos en el título de su libro de 1987: El cierre de la mente americana. No haría falta decir que el antídoto del cierre es la apertura.

 
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