La veracidad, indispensable para la paz en la sociedad y en el mundo

Escribo en antevísperas de la Jornada mundial de la paz, que se celebra el día primero de cada año, con el deseo de que se hagan realidad las peticiones que muchos nos hemos repetido unos a otros al felicitarnos por la Navidad.

Muchos caminos confluyen en la senda final que hace posible la concordia superadora de conflictos. Los polemólogos tienen un buen elenco en la grande e inolvidable encíclica de Juan XXIII, Pacem in terris (1963), concretada, ampliada y actualizada en los mensajes anuales de los sucesivos pontífices romanos desde hace más de cincuenta años. El Magisterio pontificio ha potenciado uno de los valores emergentes de la postmodernidad, según el clásico estudio de Jesús Ballesteros: ese pacifismo, encarnado con fuerza por las jóvenes generaciones, pero que no acaba de penetrar en la acción de las clases dirigentes. 

También cara al 2022, Francisco envía palabras de aliento al mundo, centradas en tres palabras, como suele hacer frecuentemente en homilías y discursos: diálogo, educación, trabajo.

El diálogo se compone de escucha y afirmación, de palabras verdaderas, aunque inicialmente parezcan contrarias. El buen dialogante no esconde sus convicciones, aunque esté dispuesto a confrontarlas con las de los demás. Justamente porque nadie es poseedor de la verdad total –sólo Cristo, camino, verdad y vida-, la búsqueda sincera de verdades configura el auténtico espíritu de veracidad y jalona una ruta indispensable para alcanzar una convivencia capaz de superar los conflictos.

Excluye por completo la aceptación de rumores, mentiras, engaños, manipulaciones y maledicencias, tan frecuentes por desgracia en la cultura actual, demasiado impregnada de narcisismos e individualismo. Lo recordaba hace poco el sociólogo Alain Ehrenberg a propósito de un libro reciente de la Fundación Jean Jaurès sobre la “sociedad fatigada”, con una sensación de cansancio que parece agudizarse: la pandemia ha puesto en primer plano los problemas de salud mental, porque una sociedad centrada en la autonomía individual favorece la transformación de cuestiones psiquiátricas en la preocupación central de la persona y de casi toda la sociedad.

Parte de ese agotamiento, acentuado por el repliegue sobre uno mismo, es la duda continua sobre si nos engañan quienes ocupan el poder (también el cuarto). Lo he pensado recientemente a propósito de algunos casos especialmente significativos, como el aparente intento de Pekín de superar como sea el desdoro causado por la denuncia de la tenista Peng Shuai,  la bazofia arrojada sobre Brigitte Macron, justamente cuando se avecina la campaña para las elecciones presidenciales francesas. No les arriendo tampoco las ganancias a los ciudadanos de Chile, tras la elección de Gabriel Boric en segunda vuelta: ¿cumplirá sus promesas durante la campaña para el balotaje, o gobernará como decía el candidato que alcanzó el segundo puesto en la primera consulta?

No me importa repetir una idea sobre no escuchar la maledicencia, que he sufrido en mi propia carne; me impresionó en la juventud, cuando la leí en el Catecismo romano de 1566, nn. 481-82: "los que dan oídos a los que hablan mal, o los que siembran discordias entre los amigos, son detractores. 

“Y no están excluidos del número y de la culpa de semejantes hombres los que, dando oídos a los que deprimen e infaman, no reprenden a los detractores, antes bien con gusto asienten con ellos. Pues como afirman San Jerónimo y San Bernardo, es difícil saber quién es más perjudicial: el que infama o el que oye al infamante; porque no habría quien infamase, si no hubiera quien oyese a los que quitan la fama".

Continúa luego hablando con palabras castizas de chismosos y correveidiles. Siento que esta idea no haya pasado con tanta claridad a las páginas del actual Catecismo de la Iglesia Católica sobre el octavo mandamiento del Decálogo. En cualquier caso, y sin necesidad de argumentos religiosos, la experiencia confirma el carácter destructivo de la mentira para la sociedad, justamente porque anula la confianza en la palabra de los ciudadanos y destruye el diálogo que enriquece la convivencia. La unanimidad en rechazar mentiras y engaños –ajenos- viene a confirmar la existencia de una constante humana universal, que los estoicos llamaron ley natural.

 
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