Alcohólicos egregios – Breve repertorio etílico-político – Y una nota al pie sobre el Dubonnet

‘La cerveza es prueba de que Dios nos ama y nos quiere felices’, proclamó Benjamín Franklin, prohombre en su día y hoy figura amable en los billetes de cien dólares. Bob Hawke, exprimer ministro australiano, seguramente fuera de la misma opinión: en once segundos vació una yarda de cerveza –cerca de dos litros- y se alzó con el récord mundial en la materia. Según confesión propia, esta hazaña le ayudó más que cualquier otra cosa en su política, en un país liberal donde el alcohol se compra en la calle. Más fino y menos tragón, Thomas Jefferson fletó barcos para América con lo mejor de Europa. Aún se venden en subastas sus Borgoñas y Madeiras venerables.

No todo el mundo con una manifiesta debilidad alcohólica ha terminado en un banco, en plena calle, afeitándose en las fuentes públicas. Allan Clark, diputado tory, hombre de carácter, hijo del historiador del arte Kenneth Clark, acababa de consumir un Palmer del 61 –excelente elección- cuando fue acusado de estar borracho en la ‘dispatch box’ del parlamento. No había sido el primero, ciertamente. Eran muchos los bares del palacio de Westminster. En las últimas horas, en las últimas sesiones, las primeras diputadas electas tenían que huir del acoso de unos diputados bebidos hasta el priapismo. Charles Kennedy, del partido liberal, dejó la política hace poco por tener un ‘drinking problem’ muy aireado por los periodistas, súbitos fiscales de la moral privada.

Los periodistas, en cambio, fueron mucho más cómplices con George Brown, político laborista y bebedor de avidez, activo en los sesenta y los setenta. Fue ministro de Exteriores y –creo- también lo fue de Hacienda. Amigo de John Kennedy, Brown fue requerido por la televisión para manifestar tras su muerte una condolencia pública. Llegó al estudio empapado en copas, tomó otra ronda y habló ante las cámaras con algo más que titubeo. Después tuvo que proferir una disculpa, también pública. De Brown se cuenta una anécdota acaecida en Sudamérica: deslumbrado por una elegante figura de rojo, se acercó a pedir un baile sólo para recibir esta respuesta: “No bailaré con usted por tres razones. La primera es que usted está borracho. La segunda es que esta canción no es un vals sino el himno nacional del Perú. La tercera razón es que no soy una señora sino el cardenal arzobispo de Montevideo”. Brown cayó en público varias veces pero el Times diría que ‘Brown borracho es mejor persona que el primer ministro sobrio’. Antes de morir de cirrosis, Brown dejó a su mujer como quien aparta una maleta y se fue a vivir con su secretaria personal. Más cerca en el tiempo, un Boris Yeltsin emotivo se puso a dirigir a un grupo de música folklórica en una cumbre ruso-germana, lanzando besos al público. Como se sabe, Yeltsin tenía también las manos largas. Hay avideces que van juntas.

En la celebración de sus cien años, la Reina Madre tuvo un incidente con George Carey, entonces cabeza de la Iglesia de Inglaterra, pues el obispo –al parecer- le había robado su copa de Léoville-Barton del 88. La reina le rugió. De esta benéfica mujer se conoce su vertiente ‘social-drinker’, con una ‘hora feliz’ en torno a las seis de la tarde. Ese era el momento de tomar ‘uno o tres’ vodka martinis, hasta bien entrados los noventa años. Para antes de comer, favorecía el gin con Dubonnet*, con un valet encargado de la custodia y provisión de las botellas en caso de salir de viaje a cualquier lugar remoto de la Commonwealth. Sus bisnietos han seguido con su gusto, viéndose al príncipe Harry en más de una ocasión ‘cansado y emocional’ en esos clubes londinenses donde con tanta frecuencia busca el ridículo. Más sobrio, el rey de España prefiere el vino tinto, según se dice con predilección por el Barón de Chirel, etiqueta de prestigio de Riscal, de inmejorable solidez año tras año.

‘Mi norma de vida prescribe como rito absolutamente sagrado el fumar puros y el beber alcohol antes, después y, en caso necesario, durante las comidas, además de en los intervalos entre las comidas’. Así hablaba Winston Churchill, hombre siempre asistido del valor y la moral, adicto al Pol Roger tras conocer –mujer encantadora- a la heredera de la casa champenoise. Hoy Churchill no hubiese llegado a concejal. Tras una vida que fue un brindis, Churchill concluiría que ‘he sacado más del alcohol de lo que el alcohol ha sacado de mí’. Sea como sea, Christopher Hitchens dice que conoce más viejos borrachos que viejos doctores.

De Josep Pla a Ángel Vázquez, tan distintos, la literatura española ha tenido su cuota de bebedores. Menos, en todo caso, que una literatura norteamericana donde, prácticamente, cada gran nombre ha sido alcohólico. Edmund Wilson, por ejemplo, se llegaba a la barra del bar y pedía seis martinis, no sucesivos sino simultáneos. En Inglaterra, en los últimos tiempos, el libador de más nota fue Jeffrey Bernard, crítico teatral y articulista de ingenio. Bernard casi no salía de la taberna Coach and Horses, desde donde remitía unas columnas que alguien definió como ‘una carta de suicida escrita a plazos’. Con mucha regularidad, el estado etílico de Bernard no le permitía escribir y el Spectator rellenaba el vacío de su artículo con la nota “Jeffrey Bernard is unwell”. Casado cuatro veces, Bernard confesó que el alcohol era ‘su otra mujer’, bendito sea. Como diría Joseph Roth, “dénos Dios a todos nosotros, bebedores, una muerte tan ligera y tan hermosa”.

*El Dubonnet es una de esas bebidas que ya no bebe nadie y dio pie a una magnífica canción –Do the Dubonnet!- que seguramente tampoco escucha nadie: When we do the Dubonnet, that continental swing and sway…La Legión Extranjera lo tiene como bebida oficiosa, en parte porque se inventó, allá en el XIX, para que los soldados tomaran con la golosina la quinina antipalúdica. Los soldados se entregaron con entusiasmo a la misión. Aquí nos llama la atención el pensar en un gobierno que encarga a un boticario compasivo la confección de una bebida. Hay mucha lógica en que la farmacia, que tiene por fin curar nuestro dolor, haya estado siempre detrás de las composiciones alcohólicas más joviales.

Hoy, el Dubonnet es uno de esos aperitivos que agrupamos bajo el campo semántico de ‘amargos’ y que definen el honor de un bar. En realidad, es un vermú. En consecuencia, el Dubonnet no es una creación excelsa pero sí es un invento agradable. En otros tiempos, pasó por muy francés y debió de ser muy frecuentado por todos aquellos que, lejos de Francia, querían hacer la vida según el meridiano de París. La compañía Pernod Ricard, según mis últimas informaciones, ha cambiado el diseño tradicional de la botella pero ha mantenido su característico gato en la etiqueta. Es de esperar que el Dubonnet conozca un revival.

Charles H. Baker Jr., en su South American Gentleman’s Companion (volumen II: Being an exotic drinking book, or up & down the Andes with fork, knife and spoon) ofrece uno de los mejores cócteles del Dubonnet, el Dubonnet Helado, probado por el autor en el Café Plaza de Maracaibo, Venezuela (la sola mención de la palabra ‘Maracaibo’ da ganas de conga). El Dubonnet Helado se prepara así: dos medidas de ron añejo, una de dubonnet tinto, una cucharadita de zumo de lima, una cucharadita de granadina y dos de marrasquino. Mézclese todo en el vaso mezclador previamente congelado hasta que el bebedizo tenga una apariencia consistente. También puede hacerse en coctelera aunque en este caso hay que poner el hielo y los ingredientes dentro y agitar enérgicamente (lo cual es cansado) hasta que el hielo se deslíe.

 

A modo de homenaje a Baker, apóstol de la coctelería, maestro recóndito de la observación y del amor a la vida, dejemos una cita apologética en su magnífico inglés: “We are still heartily of the opinion that decent libation supports as many million lives as it threatens; donates pleasure and sparkle to more lives than it shadows; inspires more brilliance in the world of art, music, letters, and common ordinary intelligent conversation, than it dims.” Amén. Amén. Amén.

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