Benito Pérez Galdós por Argüelles y Moncloa

Por la parte de Argüelles y Moncloa los mendigos votan al centro-derecha, son devotos de la Misa del domingo y desayunan cada día con salmón. El camuflaje sería completo si pasearan un setter y además llevaran un ejemplar de La Razón o el ABC. La vigilancia de los padres agustinos les ayuda a vestir con dignidad: es una caridad de trazabilidad perfecta pues no en vano la corbata fue de un señor de la calle Andrés Mellado y el loden fue de un señor de la calle Gaztambide. Ante la imagen semialada de Santa Rita se capta –arte de la fuga- la imagen posterior de San José de Calasanz, una página de Misericordia en la puerta de la iglesia, a cuyo atrio se acogen jóvenes del Papa, mujeres sin maridos y ese género de familias que tienen niños muy rubios. Sin la escuela de cine, Argüelles sería un falansterio católico, una comunidad perfecta entre la lavanda y el incienso, e incluso lo de la escuela de cine puede arreglarse si regalamos corbatas, cortes de pelo y pastillas de jabón. No quedan tan lejos Jerusalén y Babilonia: un poco más abajo están los bajos de Moncloa.

Para la arqueología de Argüelles habrá que mirarse los planos de Carlos María de Castro, responsable del ensanche y criticado por Fernández de los Ríos: si Salamanca era para la burguesía más caudal, Argüelles quedó como compensación para la mesocracia digna, tiernamente alabeado hacia una sierra que nos cabe en una mirada con todos los palacios de la monarquía. Todavía es barrio culto, con catedráticos eméritos, librerías médicas, casas del racionalismo franquista y profesores de provincias en itinerancia. Castro y de los Ríos tienen calles en el barrio y por suerte no hay bulevares masónicos a la Concordia y la Fraternidad. A cambio pasan niños de uniforme, madres que vuelven del trabajo, las chicas de ayer y las de hoy, las de siempre. Es la partitura de felicidad bien escrita que la tarde silba por nosotros allá donde Madrid empieza a diluirse.

 
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