Épicas de la noche – Tender is the night – Tránsitos hasta el alba mentirosa

Magníficas las noches que comienzan cuando aún es de día y terminan cuando el camión de la basura hace amago de ir a por nosotros. Salimos al mundo sublunar, sometido –según Aristóteles- al movimiento y al cambio, a la generación y la corrupción: nosotros mismos, a veces, no parecemos otra cosa. Por momentos, estaríamos dispuestos a creer que el mundo no se acaba o que el contador del pecado volvió a cero. Tender is the night: alguien pide algo, Turner paga el crepúsculo, el corazón está como un isótopo. Fosforece la noche, con la extensión de una promesa. Ahora recuerdo las veces que hemos salido a tomar una copa y parecía que íbamos a tomar Tenochtitlán, esparcidos por las calles como la cabaña porcina de Epicuro. No hay que insistir en que la noche es academia de ilusionismo y artificio. Aun así, elijamos entre la luna de Virgilio y la luna de neón y que Dios reparta suerte porque es la hora de las determinaciones generosas y nos gustaría –tal vez- ser más insensatos.

Se agitan las Venus y los Martes y pone Pachá donde podría poner Babilonia, Nínive, Babel. Hay, aquí y allá, locales oscuros como la misma gehenna. Las gracias de la noche nos franquean la entrada. Justamente, la pista bulle en auto de fe pero ahora que es verano son más agradecidas las terrazas: los hoteles, por ejemplo, o el hipódromo. Relente inolvidable, allí el paisaje tiene una rutilación más distinguida y de pronto, un instante de lucidez nos devuelve los ojos al cielo, a la belleza de las cosas moteadas o los vestidos plateados. Una copa en su punto y el verano nos reintegran a pasiones ya olvidadas. Puede ocurrir de todo: romper la quilla en un daiquiri de pepino o –experientia docet- hablarle de Dios a un camarero colombiano. La fisiología del alcohol entronca con constantes oscuramente antropológicas y el cuerpo también tiene sus misterios. Años después, los más sentimentales aún buscarán ahí el catecismo del buen amor, entre el lovey-dovey y la hemorragia interna. Pese a todo, si el hombre inventó la noche fue porque el mayor peligro está en el día.

Leprosos en su esquina, piras de parejas, cariátides en minifalda, mujeres malmaridadas, gorrones de tabaco: si ocurre de todo es porque hay de todo y no faltarán –entre semana- los que han venido a una feria de muebles o a un congreso nacional de pediatría. Por lo general, encuentran a Madrid demasiado grande. Después, en la noche habrá un Quijote o un Dorian Gray pero es mejor no posar de Hamlet ni de Otelo ni de seminarista abandonado en el harén. Seamos hombres de experiencia hasta esa copa sin retorno que sólo dejarán los pusilánimes: esa copa que cifra los deseos y perdona los fracasos y nos llevará tal vez de la ironía a la piedad. Suena la canción perfecta y podríamos firmar cualquier ilusión porque el ego nocturno necesita probarse. A tal fin ayudan mucho los espejismos del gin-tonic. Para bien o para mal, toda noche tendrá su propio swing y será cuestión de ir do nos lleve la ventura. No otra cosa hacía el Amadís.  

Todo avanza con veloz imprecisión, la colonia huele a tabaco, la barba crece, la gomina se cuartea, envejece la noche que fue ensayo general de juventud. En sitios más tranquilos, se tejen y destejen confesiones de alta madrugada. Dos porreros se pelean, los dandies de una noche mean sobre un charco y uno vuelve a formular la certeza vital del senequismo. Las calles son súbitos silencios, en contraste con la percusión del corazón. Caminamos oscuros en la solitaria noche. Gente sin suerte toma el primer cercanías mientras salimos del último bar con paso de mamuth, en busca del taxista más samaritano. Las gracias de la noche se retiran, un poco de frío se levanta. Ahí llega el alba mentirosa. Ya en casa dudaremos entre el Miserere y el Tedeum pero quizá la noche es una épica que se resuelve en Nacha Pop.

 
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