Lucrecia y otras cosas del verano

Me detuve contemplando a Lucrecia una noche más. Lleva todo el verano recibiéndome en la puerta de casa. Se asusta con el ruido del cerrojo y en cuanto la paz reina de nuevo vuelve a pasearse por la zona. Vive en un agujero cercano y sólo se asoma al mundo cuando la luna empieza a hacerse notar. Le tengo ya cierto cariño. Creo que cuando termine las vacaciones y regrese a la ciudad la voy a echar de menos. Aunque en realidad somos una relación imposible. Pertenece al desagradable mundo de los arácnidos. No sabría definir muy bien sus rasgos porque la penumbra nocturna sólo me deja contemplar un puñado de pelo negro que se mueve sin una trayectoria definida. Cuando se mete en su minúsculo agujero tiene la costumbre de dejar dos o tres patas colgando hacia fuera. Se ve que las arañas también tienen manías a la hora de conciliar el sueño. Al principio, al advertir mi presencia, recogía las patitas colgantes con un gesto fugaz. En milésimas de segundo se convertía en una bola de oscuridad inmóvil dentro de su particular orificio. Ahora ya tiene más confianza conmigo y mueve un par de patas como dándome las buenas noches. Confieso que hemos entablado una buena amistad. Supongo que los lectores que no me conocen no se verán conmovidos en exceso por esta enternecedora historia veraniega. Por eso me veo en la obligación de advertir mi rotundo, innato y tradicional rechazo hacia todo tipo de bicho de la naturaleza que acostumbre a arrastrarse por el suelo. Particular pavor —no exento de amarga antipatía- me producen bestias como las serpientes, los lagartos y, cómo no, las arañas. Esta repulsa puede extenderse también a todo tipo de bicho cuyas costumbres vitales incluyan la extracción ilegal de sangre humana y la mordedura preventiva e irracional. Si además de estas características, el animalito cuenta con un desmesurado número de extremidades —peludas o no- jamás podrá contar con mis simpatías. Entenderán ahora por qué me he sorprendido tanto al verme intimando con Lucrecia, que reúne prácticamente todo lo malo que puedo esperar de un bichito del campo. Les decía al principio que el otro día me detuve frente a ella pensando en todo esto. Y llegué a la conclusión de que en determinadas ocasiones uno acaba amando lo que más aborrece sin explicación aparente. No sé a ustedes, pero a mí me pasa cíclicamente con determinados grupos y canciones. A veces, los intérpretes que detesto con mayor intensidad acaban atrapándome. Hace un par de noches presenciaba las actuaciones de dos orquestas en unas fiestas de pueblo. Al poco de empezar a sonar la música latina que nos persigue y agota cada verano decidí que esta semana le daría a la tecla sobre ese tema, arremetiendo contra la contaminación comercial de la música. Una vez más. Pero tuve un momento de debilidad cuando los músicos abandonaron la “Gasolina” y se pasaron a la ranchera mexicana. Empezando por Los Panchos. Con “Volver, Volver, Volver” cesaron mis juicios y prejuicios sobre la actuación y, al poco rato, me sorprendí coreando con entusiasmo, junto a la orquesta, la canción “A toda mecha” de SJK. Traté de averiguar entonces si alguien más del público habría pasado por un proceso similar al mío durante el concierto. Creo que todos o casi todos. Hasta las caras más amargas habían comenzado a sonreír y hasta los cuerpos más rígidos iniciaban rítmicos movimientos oscilatorios. Hasta Belinda Washington, que se encontraba a pocos metros de mí con cara de estar siendo abducida por una música horrible, estaba dejándose caer poco a poco en los brazos de los hits comerciales del momento. No logro comprender por qué a veces nos atrae lo que, en realidad, no nos gusta nada de nada. Al final, Bustamante va a ser como Lucrecia, pero sin extremidades peludas. Bueno, o con ellas. Espero que sean sólo cosas del verano.

 
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