Mala cara

2010. Ceno, como siempre. Las uvas. ¡Plop!, botella de champán. El brindis. Los abrazos y buenos deseos. Terminada la cena, me calzo las zapatillas de cuadros, una bata heredada de mi bisabuelo, y me siento a ver la televisión. Allí aparece una montaña de confeti con nariz y ojos que asegura ser José Luis Moreno, rodeado de un montón de chicas de diseño, bellezas exóticas de implante y PhotoShop. Todo muy predecible. Todo funcional. Todo cañí, dicen.

Después de media hora de samba y Moreno, con la televisión expulsando toneladas de confeti por la rejilla de ventilación, decido zapear. Un documental especial de seis horas de duración sobre una serie de asesinatos. Me quedo un rato así, con cara de idiota, la boca abierta, y la palomita al borde del abismo. No hay mejor manera de empezar el año que descubrir a cuántos han destripado en las últimas semanas en el estado de Massachussets. Agradable y esperanzador. Lo mejor, los primeros planos de la ropa ensangrentada. Ahí se distingue bien lo que diferencia a un periodista de un tipo de con escrúpulos.

Saturado de estímulos, decido amarrarme a un vaso de ron caro con dos piedras de hielo. Me digo, a ver si así veo las cosas de otra manera. Echo mano de mi propia colección de cine. Nunca es tarde para volver a ver El hombre que mató a Liberty Valance. Esto es otra cosa. Bajo la luz y al ritmo de las desventuras de James Stewart y John Wayne, caen cuatro vasos más de ron, esta vez combinado con bebidas carbonatadas. Disfruto levemente. Euforia contenida.

De pronto, un inmenso estruendo en la calle deja en vulgares petardos los disparos de John Wayne. Me asomo y un par de críos ataviados con traje y corbata, están colgando tracas debajo de mi ventana. A la tercera traca, lanzo una piedra de hielo. Y fallo. Me pongo otra copa. Suena otra traca. Me asomo de nuevo. Lanzo otro hielo y se me caen también las pinzas. Fallo, pero me voy a acercando al objetivo. Me pongo otras dos copas. Lanzo la cubitera, y también las copas, una cesta con seis limones, y dos botellas vacías, seguidas de una serie de improperios en latín, y soluciono por un rato el problema pirotécnico.

Me siento de nuevo en el sofá, pero Liberty Valance ya ha muerto. Vuelvo a las galas televisivas, y Melendi rasga ahora su guitarra subido a la montaña de serpentinas. Los cantantes piden salud, y mucha suerte al 2011, pero ninguno pide la cabeza del presidente del Gobierno, que sería lo razonable en estas circunstancias.

Me sirvo otra copa y suena música por todo el edificio, así que me animo a subir el volumen de mis discos antiguos. Rosendo y Cooper para combatir la salsa y reggaeton de los vecinos. Como no se rinden, subo el volumen, y me parece que está demasiado alto. Me sirvo otra copa, y ahora me parece que está demasiado bajo. Recibo entonces la llamada de un vecino, que me pregunta si me he vuelto loco. Le felicito el año. Me comenta algo sobre la falta de escrúpulos de la juventud actual, en la que me incluye amablemente, y le interrumpo para advertirle que acabo de ver El hombre que mató a Liberty Valance. Me hace la ola al otro lado del teléfono y me pide si puede bajar a tomarse una copa conmigo. Le digo que por supuesto. Que por supuesto que no.

Como me asaltan las dudas sobre mi Nochevieja casera, me pongo a leer a Chesterton, a ver si el apóstol del sentido común me da la razón. Su homenaje al vino me recuerda que hace un buen rato que no bebo nada. Me sirvo otra copa y, no sé cómo, me encuentro con la guitarra en la mano, entonando por el patio de luces el Ojalá que te vaya bonito. Las señoras del quinto me hacen los coros, mientras que las Erasmus del octavo sólo lanzan silbidos y cortes de mangas. Y me llaman hortera en italiano, como si hubiera olvidado que anoche me despertaron con Eros Ramazzotti a todo volumen.

Me siento de nuevo ante el televisor. Hace calor. Me quito la bata y me sirvo otra copa, la primera de la noche, creo. En la televisión ahora puedo elegir entre la reposición de las Mamachicho de José Luis Moreno o quedarme con la siempre apasionante fregona mágica de la Teletienda. Hasta aquí hemos llegado. Me visto de traje oscuro, salgo de casa dando pequeños tumbos, y me acerco a la discoteca más cercana a reunirme con el resto de la banda. Al llegar, me reciben como a un marciano. Me examinan lentamente de arriba abajo. La música se desvanece durante unos segundos.

- Bienvenido muchacho. Nunca es tarde. Tienes mala cara. – me saludan.

 

- No preguntes. Sólo hay algo peor que salir en Nochevieja.

- ¿Y bien?

- No salir en Nochevieja.

- ¿Una copa?

- Sí, tomaré la primera...

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