Obiang, un dictador muy nuestro

Los Mercedes avanzan por Malabo desde que se descubrió petróleo en la manigua guineana a mediados de los noventa. Guinea Ecuatorial pasó entonces de ser un país minúsculo e irrelevante a convertirse en el Kuwait negro. Estos últimos años hemos visto cómo la antigua colonia experimentaba un crecimiento económico pasmoso que ha servido para que Obiang tenga más cuentas corrientes y los guineanos más paciencia.

La situación de la antaño Guinea Española podría parecerse a una novela –o a un Tintín- de no ser tan inverosímil. En el primer plano figura un dictador viejo y enfermo, con una corte compuesta por una mujer intrigante, un hijo enloquecido, y un clan regional conspirativo y problemático. Como dramatis personae aparecen también una administración donde todo robo es posible y unas multinacionales petroleras que aseguran su lucro a cambio de un pequeño estipendio revolucionario. Al fondo se difumina una comunidad internacional garante de la intangibilidad del tirano, y unos países fronterizos dispuestos a litigar violentamente por cualquier roquedo emergido en la costa.

Pobreza, hambre y odios tribales resumen las tiranteces de los otros ecuatorianos, y en la distancia del exilio, la oposición al régimen se odia con cortesía y publica declaraciones de gran pintoresquismo. De cuando en cuando, alguien mete a unos mercenarios en una barca y se lanza a la conquista de la capital. Las informaciones que llegan de Guinea componen un palimpsesto indescifrable ante el que sonríe el fúnebre Obiang.

Tocado por el cáncer, Obiang siente los furores melancólicos de una muerte cercana, y recurre a los tics habituales de los dictadores que agonizan: comprarse un enorme avión, colmar el penal de Black Beach o sacar el ejército a la calle. Mientras tanto, tiene tiempo para simpatizar con sátrapas colegas y para probar la consistencia diplomática del gobierno de Zapatero.

Por el momento, nuestro país mantiene la estrategia evitativa de no ver lo que sucede en Guinea y financiar a las monjas que atienden los hospitales. Es una transacción simple por la cual pagamos para comprar el olvido, y así perpetuar la ficción de que Guinea es para España lo que cualquier otro país por debajo del Sahara.

En Bata, en Sevilla de Niefang o en Valladolid de los Bimbiles, los guineanos se consuelan con la utopía de ser una prioridad para la antigua metrópoli, y la realidad muestra que sólo hablamos de Guinea para informar de golpes de Estado en zodiac.

Veinticinco años después de la llegada de Obiang al poder, España acumula un desencantado recuento de torpezas diplomáticas que han desembocado en una artrosis de nuestra voluntad política. El dramatismo se resuelve en atender a las peripecias de Moto y en pedir, con escasa insistencia, medidas democráticas, apertura, transparencia. También ante esto Obiang sonríe. 

La excepcionalidad de Guinea Ecuatorial se alimenta con el pensamiento de que ni Obiang es tan asesino ni el pueblo guineano está preparado para algo mejor. Hemos olvidado el positivo precedente de la prosperidad arrasada por Macías, y seguimos olvidando el potencial agrícola y pesquero, la juventud de la población y el abundantísimo petróleo.

Un Sahara libre y una Guinea liberada hubieran traído para España un flujo muy estimable de comercio y sentimentalismo, pero ambos países son espejos en los que evitamos mirarnos, en parte por nuestra añeja miopía y en parte por nuestra actual vergüenza. Guinea Ecuatorial sigue siendo, junto a Cuba, el único país de la Hispanidad con un tirano prototípico.

 

Recientemente se ha sabido que Guinea Ecuatorial importa el 95% de sus alimentos: todos menos el cacao y la tradicional pesca de bajura. Con estos datos se calcula que los ecuatoguineanos –al menos los de Río Muni- tendrían suministros para dos semanas, antes de que lleguen con puntual fatalidad el hambre y las kalashnikov, la evacuación de las embajadas y las huidas heroicas de la selva a la costa.

Obiang muere de muerte lenta y a su caos le seguirá otro caos. Cualquier aficionado a la guineología se inquieta ante el momento en que se nos pidan cuentas viejas y propuestas nuevas. La imprevisión de escenarios distintos a la pervivencia del dictador nos ha de sorprender en la injusta esperanza de que el tirano dure para siempre.

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