Rebeldes en tweed - La estética conservadora (I)

Algunos estudiosos han situado el fin de la belleza del mundo en torno a 1963: el momento a partir del cual empiezan a desaparecer esos viejos valores que, de la vida familiar a la pesca con mosca, no sólo habían sostenido la civilización, sino que le habían dado su tacto de finura.

A partir de entonces conocieron su desarrollo tantos males como nos afligen: la cocina de autor, la educación mixta, la ropa de Armani, los vodkas aromatizados, las monjas activistas o el turismo barato. Empezamos a vestir con fibras sintéticas. Pasamos de vivir en casas a vivir en bloques. Pasamos de ir a Misa a ir a una exposición. Los propios pintores pasaron de vivir de pintar a vivir de explicarse. Ir al teatro empezó a ser como ir al dentista. Se decidió que las paredes quedaban mejor sin cuadros y que los baños debían parecerse a las clínicas, y –lo más grave de todo- empezaron a causar suspicacia los zapatos bicolores. Sustituimos la educación por la autenticidad. La descolonización nos quitó Santa Isabel para poner “Malabo”. Cambiamos la limosna (una penitencia) por la oenegé (una autosatisfacción), como cambiamos el romance adolescente por la educación sexual. Se popularizó el horror del after-shave y la peluquería psicotrópica. En fin, alguien señalaba, hace poco, cómo la poesía contemporánea ha dejado de ser poesía de amor. Es del todo comprensible.

Ciertamente, merecemos todos estos males, y muchos más: cabe la lectura –con noble arraigo literario- de que el progreso es por sí mismo un castigo, por lo que también cabe la opción de dar un paso atrás y encender una pipa en la espera contemplativa de la deflagración del mundo, a la cual uno siempre podrá responder, con satisfacción perversa, “tenía razón”. Pero, como esta perspectiva es poco caballerosa, y precisamente la caballerosidad ha urgido a la actitud conservadora de salvar del naufragio aunque sólo sea una cucharilla de plata; surgió años atrás una juventud que, revestida de los trajes de franela de su abuelo, sin más equipaje que las obras completas de Ruskin y un paraguas con empuñadura de bambú, avanzó con el paso firme que aseguraban sus zapatos de Northampton a devolver el mundo a su era de mayor esplendor. A la era victoriana, por supuesto.

(Continuará)

 
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