Sesenta años después de Bernanos

El vuelo intelectual es sólo una de las características propias del catolicismo francés, de un catolicismo que tuvo que hacer virtud de la oclusión laicista, que tuvo que afrontar la cuestión del antisemitismo y debió aclimatarse al ambiente de los republicanismos sucesivos sin que los hijos de San Luis perdieran la libertad de adscripción de ser legitimistas. De fondo, un país con la fractura de las guerras de religión, con una tradición galicana que al menos dejó tanto debate teológico de altura en torno a Port-Royal, y con las tentaciones ideológicas planteadas por la potencia de la Acción Francesa de Maurras y el acomodo de Vichy. Poco después de aquello llegarían tantos movimientos que Lubac englobaría en el humanismo ateo. En la universidad, coctelería de marxismo con estructuralismo. Hoy, como en toda Europa, en Francia se está en la dispersión total del relativismo, un relativismo con no poco de baja autoestima y desconfianza, batalla para el menguado rebaño de Benedicto XVI.

La respuesta pública de la opinión católica en tantos frentes se ha venido añadiendo a otro rasgo que solemos soslayar: el mantenimiento en Francia de una fe profunda en ámbitos rurales o provinciales, en sintonía con la vigencia de los valores dados por la tradición. Eso es algo que prácticamente dura hasta hoy, hasta las comidas familiares del domingo, como un sustrato vivo. La combinación del catolicismo intelectual y del catolicismo popular ha venido generando para la Iglesia una visibilidad menos alterada por el prejuicio anticlerical, una comprensión más abierta.

Así, desde finales del XIX, Francia tendrá anticlericales rabiosos pero tendrá también no pocas gentes singularmente proféticas. Los aportes del catolicismo tendrán esa base de una fe popular alentada por las apariciones marianas, las vocaciones misioneras y la fama de los santos: pienso, por ejemplo, en Teresita de Lisieux. Buena parte de esa savia pervive aún, en un pueblo con pastores que son referencias morales y fenómenos curiosos como un diario católico de buena fama –La Croix- y predicadores no por populares menos serios, como el padre Rougier, por no hablar de personajes como Schuman –luxemburgués- que modelaron su vida pública conforme al patrón ejemplar de Tomás Moro.

Al traspasar el sexagésimo aniversario de la muerte de Georges Bernanos, este se nos presenta como el nexo entre ese catolicismo de mañana de Pascua y campanario aldeano a lo Francis Jammes y tanta concomitancia de alta literatura y pensamiento como hubo entre la intelectualidad francesa y el catolicismo. Simone Weil y Albert Camus estaban prácticamente dentro de la Iglesia, pero en una mirada general aún habría que citar el drama de Huysmans, la ejemplar esperanza del joven Péguy, la ira santa de Léon Bloy, el altavoz de alabanza de Claudel o la prospección psicologista de Julien Green y de Mauriac, no lejanos de tanta profundidad en el estudio del alma humana como tuvo Bernanos. Hoy está, por ejemplo, C. Bobin. Este estudio del alma humana, del corazón humano que buscaba Stendhal, está en la mejor tradición de la literatura francesa, ya desde tiempos en que los moralistas fundaban la gloria de la prosa nacional. André Malraux tendría a Bernanos como el novelista más estimado de su tiempo, en la huella moral de Dostoievski, rara combinación de dinamismo creador y análisis introspectivo.

Bernanos no tuvo miedo a nada, como si hubiera hecho del ‘no callarás’ otro mandamiento. Era por origen hijo del sustrato conservador francés, católico, monárquico, de provincias. Tuvo seis hijos y –por tanto- tuvo mucho que trabajar. Sólo comenzó a escribir tarde, en reacción de asco humanista ante las contradicciones de lo que damos en llamar progreso: ni siquiera se consideraría escritor, con una prosa de menor ambición de esa última gran prosa del francés que fue Mauriac. Bernanos fue un profeta profundamente airado, en lucha contra los ‘cobardes’ y los ‘imbéciles’, más dado a usar el flagelo que el incensario. En realidad, no se trataba tanto de optar por la sacudida tremendista como de estudiar las relaciones del género humano con el mal, como una pelea cuerpo a cuerpo que resuelven los misterios de la gracia. Así ocurre en obras que le dieron prestigio e incluso dinero, como Bajo el Sol de Satanás, Diario de un Cura Rural, o Diálogos de Carmelitas. Como Claudel le escribiría en una de sus cartas a André Gide, ‘las relaciones estrechas instituidas por ese contrato de matrimonio que llamamos religión, entre un ser infinitamente perfecto y un ser infinitamente imperfecto, no pueden ser pacíficas’. No son pacíficas sino dramáticas las relaciones de los personajes de Bernanos con su Dios. Es curioso que hoy hayamos abandonado tan largamente esa noción de la vida como drama que tan presente estuvo en Europa hasta los años sesenta.

Bernanos, por tanto, jamás optó por un catolicismo del ‘sentirse bien’. Se peleó con todo el mundo por criticar a todo el mundo: a Maurras, de la Acción Francesa; a Claudel, a Mauriac, quedándose él cada vez más solo, en exilio permanente de Baleares a Brasil por no aceptar la claudicación del colaboracionismo. Seguramente esas eran coherencias de otro tiempo. Antes, Bernanos ya había sido premiado en la Primera Guerra. Con todo, la Guerra Civil fue el acontecimiento de más importancia que, según confesión propia, le tocó vivir: ahí, el Claudel que escribió sus odas a los mártires de España estuvo tal vez más lúcido que el Bernanos de Los Grandes Cementerios bajo la Luna, obra crítica con un bando insurrecto al que por su parte le estaban quemando las iglesias. De alguna manera, Bernanos ha sido otra voz viable para el catolicismo, entre la risa jocunda de Chesterton y la sombra de Pascal.

Proféticamente, Bernanos afirmaba escribir para convulsionar y, en efecto, terminó por molestar aquí y allá, sin dar tregua al lector. Odiará los totalitarismos pero será fuertemente crítico con la democracia. Será partidario de la tradición pero no del adocenamiento burgués. En buena parte, los debates más virulentos de Bernanos son debates del pasado –como en Francia contra los Robots, o en las aludidas culpas burguesas, o en cierto cariz antiliberal- pero no así la enorme densidad de sabidurías últimas de sus novelas, mucho más que ‘novelas de curas’. De pronto, vemos que a lo permanente de Bernanos hay que sumarle –de nuevo- lo profético cuando se anticipa al futuro posthumano al afirmar que caminamos “no sólo a la modificación profunda del medio humano, sino a la modificación del hombre en sí”. Frente a esto, él no dudaría en acudir a la santa de Lisieux para confirmarse en la esperanza de que “todo es gracia”.

 
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