La semana de un conservador: ‘september song’ – De Brideshead y Laredo a ‘Baby Beef’

SEPTEMBER SONG. Hubo un verano en que las piscinas cambiaron el azul beverly hills por el verde oliva y al verano siguiente fue novedoso cambiar el cloro por la sal. Hubo un verano para los Levi's blancos, otro para los Levi's negros, e incluso un verano para los Levi's nevados que es mejor soslayar. Hubo un verano en que aprendimos a trenzar pulseras y otro en que la moda fue tatuarse con 'henna' el antebrazo o volver al 'frigo pie'. Un verano miramos con telescopio las estrellas y hubo otro verano para darle nombres cursis a la luna. Hubo un verano para la vela y otro para los cangrejos de río y otro para la sesión doble del cine antes de dormir. Tuvimos un verano de gin Giró, otro de chardonnay con cubitos de hielo, y fue un verano cuando descubrimos el pomelo rosa con ginebra y unas gotas de angostura. Otro verano ensayábamos endecasílabos junto a la fuente del patio y nos atascamos con Los hermanos Karamázov. Ha habido veranos de tenis y caballos y veranos con barbacoas y con niñas tan rubias que deberían llamarse Wendy o Candy aunque ya sólo se llamen así sus asistentas. Tuvimos algún verano Modiano y casi todos los veranos releemos la 'Fermina Márquez' de Larbaud. Hubo un verano para quedarse en Madrid cuando sólo se quedaban las acacias. En todos hubo bodas parecidas y ese género de canciones por las que pasa mal el tiempo: el camaleón, el venado o el gorila. En los anuarios meteorológicos, el de 2007 quedará como un verano más bien frío y borrascoso.

DECORACIÓN. La decoración es la pasión que desarrollan las parejas felices cuando desaparecen otras pasiones -como pagar la hipoteca. Entre las mentiras de las revistas de decoración están esas camas entreabiertas donde siempre reposará la bandeja del desayuno aunque sean las cinco de la tarde. Son casas sin televisiones ni teléfonos, siempre con olor a lavanda, nunca con olor a coliflor. Otra mentira -más práctica- de la decoración es que tendemos a dar una importancia excesiva a los imanes de las neveras de los demás. Es una invitación para ir a la propia nevera y tirar a la basura el imán con los Girasoles de Van Gogh.

MUY BRIDESHEAD. Llegamos a mesa puesta, en un jardín con la adecuada proporción de caducifolias y coníferas. Apreciamos la melena del sauce, el contraste del blanco del mantel sobre la hierba: con tanta delicuescencia hay que ser un poco escéptico pero -ya puestos- quizá sea mejor vivir en un Manet a vivir en un taller mecánico. El silencio del campo es agradable -tan agradable que casi da jaqueca. El cielo tiene un gris muy logrado, un gris fino, casi blanco, con un matiz de agua aquí y allá. Hablamos, comemos, bebemos. Sobre todo bebemos. El vino que aporto gusta poco y alguien decide vaciarlo en una jardinera: es un gesto de dandysmo de manual pero no puedo dejar de pensar -con perdón- que hablamos de sesenta putos euros. En estos casos, es mejor un paquete bomba a la bodega. De pronto alguien comenta que todo resulta muy Brideshead y muy Waugh. Es la tercera vez que ocurre en el verano y me extraña porque Waugh -en realidad- era un tipo alcohólico, pretencioso, tornadizo, genialoide, melancólico: alguien, en definitiva, al que no nos parecemos. Un estupor postpandrial me da sueño y me tumbo bajo un sauce: un alma con caridad me trae una manta cuando yo prefería un barbour para el corazón. Dormir, roncar, el vino, estar contentos: el cielo hace y deshace la última tormenta del verano, el mundo sigue dando vueltas, Brideshead se convierte en la siesta de un fauno.

LAREDO. Ubérrima barra del Laredo, feliz como una patria, tan cara que sigue llenando porque en tiempos de crisis sólo suelen llenar los sitios caros. Alguien mima el risotto hasta darle su cremosidad perfecta, los manojos de espárragos adolescentes desaparecen rumbo a la cocina y en un cajón hay rebozuelo y chantarela de recuerdos nemorosos. Los dibujos de las latas de bonito me hablan de una España vieja y esencial; los berberechos llegan con la inflación de la cocción y las almejas de Carril son caras -ay- como si fueran ya las últimas. La carta de vinos es pretenciosa como el público y digamos que la gente paga con dinero negro recién planchado. Asusta pensar que seamos así en sólo veinte años, esa gente que pide el Termanthia a voces porque por lo visto hay que beberlo.

LAS FLORES DEL JARDÍN. Cuando salí de Cuba me traje no esa especialidad local que es la gonorrea sino quince o veinte discos de la tienda estatal. El mejor es 'Las Flores del Jardín', ideal para escucharlo esas mañanas en que el sol parece que sale por joder. Dos dúos femeninos ponen voces y guitarras para canciones que llevaban ochenta años sonando entre los muertos: de hecho, es un repertorio que surge cuando unos músicos aficionados se reúnen en Sancti-Spíritus, en una casa de pompas fúnebres, a aligerarse las melancolías con la música. Es un sentimentalismo de daguerrotipo viejo, de violeta marchita entre las páginas de un libro, de cuando uno iba a Cuba para no volver. No faltan ni las voces melosas ni, de cuando en cuando, un grato frenazo de trompetas.

BABY BEEF. Baby Beef Rubaiyat no es el mejor restaurante de Madrid pero es el más agradable y -al menos- es mi favorito. Su terraza ha sido de los pocos agrados sociales del verano, una terraza con velas con hachones y nebulizadores de agua y camareros brasileños a los que tratar de 'você'. La cordialidad de Baby Beef es que uno puede comer por cincuenta euros y por cuatro veces cincuenta euros. La última vez hubo un mano a mano con una botella del moscatel de Telmo Rodríguez, Molino Real: 'mountain wine' de la tradición malagueña, oloroso a mieles, a naranja y a laurel. Aun así, pierde mucho cuando después viene un Niepoort, vintage del 2000, un vino que conviene comprar por cajas para las bodas de plata de mis nietos. Curiosamente, lo que menos me gusta en Baby Beef es la carne, de animales jóvenes aunque con punto muy logrado. El panqueque de dulce de leche casi compensa el engordar. Rebúsquense en la carta las mejores añadas de barolo y la Borgoña. Suma cortesía, todavía tienen puros, aunque ya estamos en esa edad triste de decirle a algo que no.

CAFÉ CON LIBROS. Fue Isaías Berlin quien afirmó que la literatura es quedarse a leer Guerra y Paz mientras León Tólstoi escribe en la casa de al lado. Aun así, me hubiera gustado hablar de Dios con fray Luis de Granada, de rumores de la corte con Jerónimo de Barrionuevo, de gatos con Léautaud, de política con Eça de Queirós, de mujeres con Mandiargues y de afectos con Madame de Sévigné. Con Azorín me hubiese dado un paseo por el Retiro y me hubiese gustado entrevistar a Galdós en su casa, a un Galdós ya anciano que todavía se empeñara en las lentas pasiones de escribir, los pies junto a un brasero. Hubiese ido a escuchar a las tertulias de d'Ors. Pla sería agradable para ese género de conversación particular que es la conversación en un tren, con un desconocido. Confieso la mayor curiosidad por las caras de Cervantes y de Sterne y un punto de debilidad por Gabriel Miró, siempre distante, siempre elegante, quizá por ser un hombre un poco triste. Entre los poetas, Philip Larkin. No llegamos más allá: el resto de escritores admirables, de Villon a Paul Morand, calman nuestras curiosidades con sus libros. Quizá hubiese intentado emborrachar a Néstor Luján -figura menor- aunque cenar con él saldría caro.

 
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