La fiesta y la traición

Mi confidente habitual, a quien traigo con frecuencia por esta tribuna, ha cometido un importante error de cálculo. Ambos nos hemos pasado unos cuantos meses preparando una fiesta hawaianade inmejorable aspecto y soberbias dimensiones. Cada detalle, cada esquina, de esta celebración iba a estar impregnada de felicidad, y diversión. Pero en el último instante, cuando todo parecía atado y bien atado, mi confidente habitual ha realizado una imprudente maniobra para modificar la fecha acordada para la celebración del evento, ubicándola conscientemente en otra en la que sabe muy bien que estaré ausente y me será imposible acudir. Esta maniobra, sucia, vil y rastrera, no va a salirle gratis a mi confidente habitual, que a estas horas debe estar a punto de lanzar la traca inicial de la juerga que con tanto cariño preparamos durante el año, y de la que ahora pretende privarme.

Recuerdo cada esquina de esta celebración, que planeamos organizar en el jardín de su casa. Juntos cavamos, segamos, plantamos, y trabajamos de sol a sol durante el invierno para que los invitados al guateque pudieran disfrutar de todas las comodidades que ofrece un césped limpio, esponjoso y cuidado. Planeamos que la fiesta tendría lugar alrededor de la piscina, para facilitar que los invitados pudieran bañarse tantas veces como deseen. Y, por qué ocultarlo, de manera muy especial, para poder deshacernos cómodamente de cualquier invitado afectado etílicamente, que en estas cosas siempre hay un bobo entre los asistentes. 

Según las normas que escribimos mano a mano, el buen gusto y la educación serían requisitos imprescindibles para acudir a este singular festejo. Por eso quedaban prohibidas las sombrillas playeras, los complementos, vehículos y objetos varios vinculados al mundo del deporte, las revistas de corazón y las cámaras de los teléfonos móviles. También quedaban prohibidas las conversaciones sobre trabajo, los mítines de cualquier signo, y toda clase de dramas personales vinculados al fracaso escolar y a incertidumbres sentimentales. En todos estos casos la expulsión de la fiesta sería inapelable. Y la resistencia a abandonar el jardín se castigaría con firmeza antidemocrática y troglodita.

También la indumentaria estaba definida: las damas vestirían íntegramente de blanco, mientras que en el caso de los varones había cierta discusión, aunque el sector principal de la organización optaba por un pantalón vaquero acompañado de una camiseta blanca. Ignoro las razones de estos atuendos tan poco hawaianos. En todo caso, lo imprescindible para permanecer sano y salvo en medio de la celebración era colgarse al cuello al menos dos de los cientos de collares de flores que se repartirían en la entrada de la fiesta. No llevar collar sería el equivalente a cruzar desarmado el peor barrio de la ciudad con un millón de euros en las manos.

La comida sería ligera, propia de climas cálidos y, según lo pactado, estaría situada en el punto más lejano a la piscina, para evitar desagradables accidentes mortales. A cierta edad los cortes de digestión son siempre mortales. Pinchos, frutas exóticas y manjares breves dulces y salados se llevarían casi todo el protagonismo. En cuanto a la bebida, abundante y selecta, partía de una gran sangría nada hawaiana y desembocaba en una nutrida colección de cócteles temáticos, procedentes de los puntos más exóticos de toda la geografía mundial.

La música estaría teñida de colores vivos durante toda la celebración. Ritmos hawaianosy tropicales, para facilitar que los invitados disfruten de una gala realmente temática, en todos sus detalles. A esta ambientación contribuiría una gran pantalla en la que proyectaríamos imágenes de olas gigantes, surf y playas paradisíacas.

Una fiesta, en definitiva, que nadie querría perderse. Yo el primero. Pero mi confidente habitual, que es un sinvergüenza, ha hecho este movimiento para disfrutar él solito de la más selecta fiesta que se ha montado en años en muchos kilómetros a la redonda. Por eso, sin ánimo de molestar a nadie que no lo merezca, desde la distancia más resignada, querido confidente, sólo deseo que los cócteles os salgan amargos, que la piscina se te llene de canapés y vasos de plástico, que las invitadas más hermosas decidan quedarse en casa viendo Operación Triunfo, y que por tanto tus mejores amigos decidan largarse a otra fiesta, y que a cambio se te cuelen en el jardín todos los golfos y caraduras de la ciudad, y que decidan celebrar el final de la juerga hawaiana prendiendo fuego a una montaña de collares de flores sobre la alfombra del salón. Yo mismo les daré la idea por SMS desde este exilio obligado por tu traición.

En todo caso, queridísimo confidente habitual: arrieros somos. Sin acritud, recibe un sonoro abrazo de tu amigo del alma.

 
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