Lo que ha llovido - Del blog al libro

“Escribir en España es llorar”, dijo Larra, y Cernuda le hizo una enmienda de ampliación: “escribir en España no es llorar, es morir”. Si somos indulgentes con las fantasías propias de cada escritor, no habrá que tener menos indulgencia con sus momentos de desahogo, si bien uno cree que la generación de una autocompasión de clase, con la vanidad alentada por la irreductibilidad, no sólo dista de tener efectos seductores sino que constituye un acto de estricta injusticia con los gozos del leer y el escribir. Por supuesto, podríamos tener motivos para la melancolía y la queja si atendemos a la cantidad de maestros que –ayer y hoy- han terminado en el erial, y el escritor español encuentra, por principio, dificultades ciertas: basta ir a una librería de viejo para saber que la lectura culta no ha sido una costumbre nacional, al tiempo que hay no pocas discontinuidades en una tradición literaria vernácula que lleva siglos siendo periférica en Europa, quizá los mismos en que se ha mostrado centrada en sí misma o ha asimilado con entusiasmo muy mejorable cuanto llegaba de fuera. Súmense a esto las inmisericordias propias de la vida literaria, o el periodismo como “recado de escribir” siempre que uno no escriba lo que quiera, etc. Son cuestiones conocidas. Pese a todo, ha habido y sigue habiendo maestros, y mejor será que tengan la libertad que da el ser poco escuchados antes que ponerse a pontificar con la unción de un Saramago. Parte de la bondad de las cosas buenas está en que no llaman la atención hacia sí mismas.

Valga el exordio para decir que el lector sosegado y sensible siempre tendrá sus caladeros: uno de ellos es el “blog” de Enrique García-Máiquez, Rayos y Truenos, seleccionado y recogido ahora en un volumen, “Lo que ha llovido”, en el que la pérdida del hiperenlace se compensa –con creces- con la permanencia del libro. Seguramente el “blog”, incluso el “blog” literario, tiene sus rasgos propios de escritura, y también podríamos discurrir con curiosidad sobre el trasvase del “blog” al libro, pero esas serían disquisiciones menores frente al placer de la evidencia de una prosa igualmente atractiva en “blog”, en libro o en un rollo de papiro. Con todo, no es un placer menor la posibilidad de leer el “blog” cada media mañana, y encontrar una nueva anotación como un croissant recién hecho: si antes hablaba de ciertas dificultades propias del escritor español, era ante todo para llamar la atención sobre la ingratitud que habría en no valorar el empeño y la continuidad en la sensibilidad de escribir, y escribir bien, cada día, como hace García-Máiquez, quien por lo demás no sólo ha de estar atento al “blog” sino a la servidumbre –gozosa, pero servidumbre- de un enjambre de artículos semanales. Con la discreción con que ocurren estas cosas, no son pocos los que saben de la seriedad de su absorbente empeño literario.

Si la plasmación de la intimidad está entre las metas más difíciles de la literatura, el diario participa de esa dificultad por ser el relato de una intimidad intelectual, de una personalidad que observa y lee. Por supuesto, no se trata aquí de meros expurgos de escritor –en algunos diarios la intimidad es fisiológica- sino en un diario con vocación de obra al hilo de los días. Ya es tradición copiosa, desde finales de los setenta, en España: Puig, Llop, Pujol, Trapiello, Sánchez Ostiz, García Martín, cada uno con modulaciones muy distintas. Esa cierta primacía del diario como género contemporáneo tal vez venga de la fragmentación de la vocación de “la gran obra”, pero compagina la narración con la muestra de un carácter de escritor, de ahí que sean libros, por decirlo a la antigua, de tanto aprovechamiento y amenidad, sin que por otra parte les falte la mejor prosapia literaria, ensayos, correspondencias, artículos, memorias, biografías, “quests”, observaciones; en fin, todo lo que hay entre Pepys y Azorín y las copiosas tradiciones de Inglaterra y Francia en este ámbito.

En el caso de Máiquez, entre alusión y alusión, entre versos propios y ajenos, se hace ostensible la finura de sensibilidad y observación, la fortaleza y el tino de una vocación lectora y una instintividad lírica –la apreciación de la belleza, en definitiva- ajena a dramatismos y grandilocuencias, lo cual hace pensar positivamente en su permanencia en el tiempo. No deja de ser una comprensión de la literatura como busca de la verdad, también en lo estilístico, de modo que su ingenio –presente, vivo, cercano, en ocasiones revoltoso- sabe despojarse de todo efectismo innecesario sin renunciar a una divagación –el diario es género divagatorio- tan grata por sí misma como por su voluntad de contención, a veces cercana al aforismo. El tono general tiene no poca cordialidad cervantina –apuesta categórica en su proyecto literario -, un saber hacerse entender que, entre las irrupciones de algún fulgor poético, hace pensar, también por lo cristiano, en un Chesterton más sosegado, de fino oído para la lengua y la ocasional –y leve- punta de malicia inevitable. El conjunto parte  de la capacidad de observación moral propia y ajena que, en definitiva, sustenta el diario como género, y que en este caso queda asumida por la gracia y la finura de Máiquez como escritor, sin merma de su potencia lírica de fondo. Si esto no está en El País, al menos está ahí, renovado cada día, en su“blog”, Rayos y Truenos, y también en Lo que ha llovido. No todo ha de ser erial.

 
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