El meñique tintado

En París va a subastarse un manuscrito que contiene una versión de El principito de Saint-Exupéry con variantes respecto al texto definitivo, publicado en 1943. La importancia filológica del hallazgo se me desenfoca al leer el titular de prensa, porque la propia palabra manuscrito me impide continuar con el cuerpo de la noticia. Me distrae, se lleva toda la atención, como si pugnara –un vocablo, silente, puede también ser pugnaz– por arrancarme una divagación breve, al desgaire, sin pretensiones. Le haré caso, igual que se le hace a la última voluntad de un moribundo.

Porque moribundos, o muertos ya, están los manuscritos. Y no solo los que podríamos llamar mayores, esos en los que el autor abriga un empeño magno, como es el caso de la obra literaria de largo aliento. También aquellos otros, modestos y garabateados, con los que solíamos satisfacer una necesidad comunicativa más o menos inmediata: una nota, un billete, una postal, una carta. En lo que llevamos de siglo exagero poco si digo que mi práctica del acto de manuscribir se ha limitado a rellenar dos tipos de documentos, ambos de orden burocrático: formularios diversos y un par de exámenes de oposición.

Como ya casi todo está mecanoscrito –esa palabra que la RAE no ha aceptado todavía–, llevamos las manos limpias, pero los dedos se nos inquietan, volanderos por el bosque alfanumérico del teclado. La redacción del texto es un loco frenesí de pulsaciones. Antes de que llegaran la máquina y luego el ordenador, escribir era el sosiego del pendolista, el primor del calígrafo, era el meñique tintado por los renglones previos, como una adherencia de hollín del fuego creador que iba arrasando la blanca mudez de la página. Había, al cabo, un impulso artesanal, el marchamo de una labor intransferible. Mi Times New Roman es tu Times New Roman, sin embargo.

Nuestra generación no va a dejar manuscritos olvidados por ventura en el fondo de un cajón para que los encuentre alguien décadas después, amarillentos ya los folios. Como mucho, quedará por ahí un pendrive, pincho o lápiz de memoria –que ni siquiera nos ponemos de acuerdo en cómo denominarlo– con algún documento en Word quizá inédito y por tanto sorprendente. Se plantea un pequeño problema, en todo caso. Imaginemos que Saint-Exupéry fuera contemporáneo nuestro. El principito podría ser un gran Ctrl+C y Ctrl+V de otro escritor acaso desconocido. Ah, ¿por qué no? ¿Cómo dilucidar la autoría, siendo imposible ya cualquier análisis grafológico? Y eso, por no hablar de lo deslucida que quedaría la subasta parisina con una memoria USB como objeto estrella por el que pujar.

 
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