La navaja diferencial

Antes la única navaja que se veía en el colegio era como mucho la de Ockham, y eso si llegaba a percibirse un vislumbre de su filo, porque el autor siempre ha sido un apeadero entre las estaciones de Santo Tomás y Descartes en los programas de filosofía. Ahora que la materia parece estar en vías de extinción, aquella navaja metafórica se ha hecho acero en los bolsillos de una pendenciera muchachada, no para rebanar las sobras del concepto, como quería el pensador inglés, sino más bien para sacarle las entrañas al primero que lo moleste a uno.

Ocurrió el martes en el instituto Margarita Xirgu, de Hospitalet. Tres alumnos recurrieron a sus armas blancas para repeler un ataque del que estaban siendo objeto… con globos de agua. Se da la circunstancia de que dos de ellos eran dominicanos y un tercero, ecuatoriano. El jefe de estudios del centro declaró que «reaccionaron de la única manera que en su cultura saben reaccionar, que es, si la pelea va a más, sacar las navajas». Por fortuna no debe de ser la única, porque casi todos los sudamericanos que conozco son bastante pacíficos. Ascender la anécdota delictiva particular a categoría cultural es servir en bandeja la justificación del racismo. No creo que el muy comprensivo pedagogo así lo pretendiera.

Dado el cariz de «conflicto de identidades» que presenta el caso, no podía faltar la guinda proveniente de instancias autonómicas, de esa Generalidad tripartita que se ha especializado en amparar todo tipo de hechos, hasta los más absurdos, siempre que sean diferenciales y diferenciadores. La misma consejera que defendió la necesidad de distintivos catalanes en las matrículas, y que este domingo abogó por el diálogo casi ilimitado para acabar con el fenómeno violento vasco (sic), Montserrat Tura, titular de Interior, declaró que «no es tradición en este país que los jóvenes vayan con navajas (…). Estaría bien trasladar este concepto a las familias inmigrantes». Pues sí, no estaría mal.

Pero estaría mucho mejor que en vez de tanto melindre multicultural, de tanto «respeto, aunque no comparto», se hiciera una condena explícita y contundente de estos comportamientos antisociales. Y que, en lugar de tanta melifluidad con respecto a semejantes actitudes inadmisibles en un régimen de libertades, se hicieran mayores esfuerzos para lograr una integración efectiva, que beneficiaría a todos, en primer lugar a los propios inmigrantes. Hágase la lectura que se quiera, pero en el último barómetro del CIS la inmigración ha ascendido al tercer puesto entre las preocupaciones de los españoles, por delante de la vivienda. Estaría bien trasladar este dato a mandatarios como la señora Tura. Estaría bien.

Ya sabemos –y no es poco tedioso– que los nacionalistas viven sobre todo para dar carta de naturaleza a la peculiaridad separadora. Y mientras se trate de su fijación por la lengua vernácula o de la pegatina con el burro catalán en el coche, el asunto tiene un pase. Pero no lo tiene en absoluto que se medio justifique un hecho delictivo porque sea el resultado de una supuesta tradición. Según tal argumento consuetudinario, en Madrid podríamos reivindicar nuestro derecho a la navaja diferencial, pues ya la llevaban en la liga nuestras majas dieciochescas del Avapiés. Habrá que incluir esta reivindicación inexcusable en la ponencia para la próxima reforma del Estatuto. Y, si no se nos concede, nos independizamos.

 
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