El verano y el aperitivo ilustrado

El verano se anuncia en fiestas de embajadas, en las rojas brácteas de las buganvillas, en pérgolas o en porches y en las piscinas de los ricos, en los escaparates de Serrano que exponen alpargatas, polos y pareos con matices de color que van del cítrico al pastel. Este año no se llevan los estampados a la hawaiana pero sin duda se escucharán las bárbaras canciones que bailan sobre todo las mujeres en los pueblos de secano cuando es fiesta mayor.

El verano también se anuncia en los camparis con tónica, en las cerezas del Jerte o los atunes del sur, en las trufas de temporada (tuber aestivum) llegadas a la carta de los restaurantes desde el Bajo Aragón o desde Italia. 

Toda Europa espera el verano: en Londres, Carlos de Inglaterra estrena su guardarropa de lino y cae una tormenta, a la misma hora, cada tarde. En París, hombres con corbata compran el periódico a la una, almuerzan “gaspacho” y comentan el “non”. En Madrid, hacemos correr rumores sobre los príncipes de Asturias, llevamos a mal la bondad de Zapatero y escuchamos en el taxi piezas de Boccherini que de pronto vuelven interesante el atasco.

Por lo demás, la sequía sigue, el calor crece, la chaqueta ya molesta y el cuerpo, imperceptiblemente, pide paso a la felicidad de la estación. La pregunta es la misma de todos los días: ¿dónde cenamos hoy? No puede faltar el aperitivo, entendido como oficio de verano.

Almacenamos con los años la trama memoriosa de los aperitivos como la parte menos sonrojante de la nostalgia o la más efervescente de la amistad. Teorizar sobre el aperitivo y el verano no es muy distinto de teorizar sobre las felicidades más accesibles que tenemos en esta vida peregrina. Ritual también de brevedad forzosa, el aperitivo aprovecha esas horas esquinadas en que se hace notar la impaciencia de antes de comer, quizá con leves despistes hacia los últimos minutos del trabajo.

Para casos así, un bar es la solución más calmante y eficaz. En la entretela del aperitivo, en su idealidad pura de promesa, está siempre el anunciar placeres posteriores; de igual modo, el aperitivo óptimo es aquel que se perfecciona naturalmente en cena o en almuerzo sin necesidad de levantarse de la mesa.

Una mayor precisión es conveniente: a mediodía los cuerpos necesitan alcoholes más ligeros y aromas más punzantes, capaces al mismo tiempo de estimular el sentido aún nublado y armar al organismo con la justa euforia para la comida. A tales fines son muy apreciables los vinos de Jerez y de Montilla, el amable amargor de los camparis, un champaña sencillo o un blanco de Rueda fácil y fragante. El gin-tonic, siempre tentador, sólo es recomendable si uno tiene después poca tarea.

Estas noches tan suaves invitan, sin embargo, a terminar el día con una cierta finura o sofisticación. Aquí se permiten todas las complicaciones que los barmen han inventado para satisfacer los afanes de los hombres que beben cuando no tienen sed por razones inexplicables y seguramente infinitas. Caipirinhas y mojitos, cañaveras de Cuba y de Brasil, aportan a un tiempo acidez, azúcar y un momentáneo relente tropical. Las señoritas pueden optar por alguna golosina que oculte bajo carga frutal el punch alcohólico: por ejemplo, un daiquiri. Los hombres graves y sabios, según tengo observado, siguen fieles al whisky, cada vez con más agua.

Toda Europa, en fin, toma aperitivos y se junta con civismo en un bar por el puro placer de hablar y beber algo: los aperitivos son emanaciones de una vida urbana donde una cierta noción de recompensa también tiene su sitio. En París, los turistas americanos de izquierdas beben kir porque el pastís sólo lo beben los pocos franceses que quedan en Marsella. En Londres, la consigna de la desventura metrosexual es “drink pink”, pero importan más rosado de Anjou que de Navarra. En Madrid, capital de los graneles, hoy se opta en masa por la caña de cerveza, a ser posible mal tirada y servida con irritantes encurtidos.

 

Todo vale, sin embargo, si se bebe con afán que combina deportividad y lujo: así se regula naturalmente la breve ceremonia del aperitivo, entendido como oficio de verano, como uno de los momentos más soleados de la vida que alcanza su esplendor en torno a junio.

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