Butler y los fascistas anti-queer

En su último ensayo, la filósofa americana arremete contra quienes se desmarcan o cuestionan la ideología de género

"Butler hace un llamamiento general a todas las minorías y marginados para unirse en contra de esas fuerzas fascistas de la heterosexualidad".
"Butler hace un llamamiento general a todas las minorías y marginados para unirse en contra de esas fuerzas fascistas de la heterosexualidad".

Mientras Broncano hace sus preguntas impertinentes y ahora ficha a cambio de una millonada por la televisión pública, intelectuales, artistas y público en general llaman la atención sobre las restricciones a la libertad de expresión. Es como si hoy todo lo obsceno e irreverente se pudiera decir, pero se prohibiera dictatorialmente aquellas afirmaciones que hieren la corrección política.

Y sabemos cuál es el límite. Es más: hemos interiorizado tanto la situación que no hay nadie que, en puridad, no se autocensure. La cuestión de fondo no es esa, porque a veces la buena educación aconseja que uno modere su lengua. Lo peor es que quien habla, llevado por el arrojo político, puede ser desterrado o avergonzado. O se le puede ubicar en esa tierra de los marginados que algunos llaman “fachoesfera”.

En su última obra, Judith Butler, artífice y portavoz de lo queer, arremete contra el que tiene la valentía de cuestionar sus tesis. ¿Pero es curioso que, en el ensayo, titulado Who’s Afraid of Gender?, se lleve a cabo esa inversión completa de la realidad, como si los perseguidores fueran ahora las víctimas de los liberticidas. Y es que, aunque se atribuya la cancelación a las dos orillas de la política, la izquierda y la derecha, con todo lo que caen en materia de género y transiciones, es extraño que se hable todavía de persecuciones sexuales.

Butler acusa de fascistas a quienes, desde el papa Francisco a Meloni, dudan de la viabilidad de un futuro en el que descartemos la diferencia sexual

Butler no vive en España y quizá por eso no habla de la “fachoesfera”, reivindicando otro sambenito o baldón. Acusa, así, de fascistas a quienes, desde el papa Francisco a Meloni, dudan de la viabilidad de un futuro en el que descartemos la diferencia sexual. Desde que comenzó a tener cierta fama, esa ha sido indudablemente la batalla que ha deseado plantear la filósofa americana, llevando la indistinción hasta el mismo centro del cuerpo humano, suponiendo que la biología es fascista, como la Europa de Entreguerras.

A quienes no comulgan con ella, Butler los llama “sadistas moralizadores”. Su libro no trata de acercar posturas, tal vez porque piensa que al enemigo no se le debe ni siquiera ofrecer un pequeño refrigerio. Es más: hace un llamamiento general a todas las minorías y marginados para unirse en contra de esas fuerzas fascistas de la heterosexualidad.

La guerra cultural se une a la guerra sexual, en una amalgama de buenos y malos que erosiona la esfera pública y enfrenta a la sociedad en una batalla campal. Da lástima ver tantos conflictos, pero sobre todo da miedo. Del mismo modo, es miope contemplar todo lo que se ofrece a la vista -desde una obra de arte a los problemas medioambientales, pasando por los gustos sexuales- desde una óptica ideológica.

Si Nietzsche pensaba que no íbamos a deshacernos de Dios hasta que tuviéramos el valor de desprendernos de la gramática, Butler sugiere que los últimos grilletes que nos adhieren a la cárcel de los convencionalismos son, literalmente, los genitales. Por eso, la emancipación que defiende tiene como objetivo desvincularnos de nuestra identidad, como si la libertad tuviera algo que ver con renunciar a nuestro cuerpo.

John Gray, a quien no se puede acusar de poco liberal, ha escrito en un artículo reciente la paradoja en la que vivimos y cómo el tren del relativismo que tomamos hace unas décadas nos devuelve a las cavernas. “El relativismo termina en represión”, señala. ¿Acaso eso quiere decir que se deba imponer la verdad? ¿Significa el fin aciago de nuestras libertades más básicas, de nuestros derechos a decir y hacer o pensar lo que nos dé la gana?

 

Es evidente que no. Primero, porque cualquiera con un mínimo de sentido común sabe que la verdad es una invitación contumaz y que todos, por suerte, sucumbimos a ella. Negarla no hace más que devolvérnosla con más fuerza; pregunten a los adolescentes. Afirmar que no hay hombre ni mujer, ni cosas buenas o malas, ni belleza ni crueldad, es infantil porque, lo queramos o no, finalmente tenemos que comer, vestirnos, elegir y relacionarnos con los demás.

La emancipación que defiende tiene como objetivo desvincularnos de nuestra identidad, como si la libertad tuviera algo que ver con renunciar a nuestro cuerpo

El equívoco está en suponer que la verdad es evidente o que coarta la libertad; incluso que su existencia impone el dogmatismo. Hay que diferenciar, a este respecto, entre tres actitudes totalmente diferentes: el relativismo, el dogmatismo y el pluralismo. Que nos cueste llegar o admirar, sin las anteojeras de los prejuicios, lo que las cosas son, no quiere decir que todo valga o que la realidad, al igual que plástico flexible, pueda adaptarse a nuestras opiniones.

Ahora bien, sería nocivo, para enfrentarse a la mentalidad relativista, presentarse como el adalid de la verdad absoluta. También de esa unilateralidad intransigente vienen los lodos en los que ahora chapaleamos. La realidad tiene muchas caras, lo cual no quiere decir que todos los puntos de vistan valgan. Indica, más que nada, que debemos aproximarnos juntos, para desentrañar su riqueza.

El pluralismo nos vacuna contra esa indistinción a la que conduce lo queer, un movimiento que hoy quiere batallar contra la diferencia sexual, pero quién sabe la bandera que enarbolará mañana, y olvida una verdad indispensable: la de la igualdad en la diferencia.

Video del día

Detenida en Madrid una kamikaze borracha y
con un kilo de cocaína en el maletero
Comentarios