Fragilidad y perfeccionismo

Realidades humanas como el sufrimiento, la enfermedad o la muerte pueden ayudar a ver el mundo de otra manera, más profunda

La crisis del Covid puede tener un sentido terapéutico, espiritual, y realzar a valores y sentimientos que estaban ahogados por nuestro afán consumista
La crisis del Covid puede tener un sentido terapéutico, espiritual, y realzar a valores y sentimientos que estaban ahogados por nuestro afán consumista.

No hace falta ser transhumanista para darse cuenta de que no somos perfectos y de que hay muchas cosas que las máquinas hacen mejor que nosotros como, por ejemplo, calcular. Hay algoritmos tan potentes que realizan complejas operaciones en menos de un segundo. Ahora bien, aunque sea improbable que un robot tenga un despiste, seguramente nos inquietaría viajar en un avión sin piloto y con la cabina atestada de cables. 

Tal vez esta reticencia vaya poco a poco desapareciendo en las nuevas generaciones, más acostumbradas a manejar lo virtual sin intermediación humana, pero por ahora abandonar nuestra suerte en manos de un ordenador no resulta muy satisfactorio.

Somos imperfectos, es indudable, pero nuestras imperfecciones nos recuerdan rasgos importantes de la condición humana, como la necesidad que tenemos del cuidado de los otros, que son indispensables para hacer el mundo un hogar. A diferencia de los animales, que nacen más o menos preparados para bregar con las dificultades de la existencia, el hombre necesita años para madurar. Y ni entonces los demás resultan superfluos. 

Nuestras imperfecciones nos recuerdan rasgos importantes de la condición humana, como la necesidad que tenemos del cuidado de los otros

A veces me imagino que penden dos espadas sobre la inocente cabeza del hombre contemporáneo. Por un lado, está el transhumanismo, que amenaza, como ya se indicó, con rebasar nuestra naturaleza y transformarnos en superhombres. La otra espada la empuña el antiespecismo, que quiere rebajar nuestra dignidad, eliminando nuestras diferencias con los animales. 

Esta última corriente está adquiriendo mucha importancia y explotando, paradójicamente, la diferencia entre hombre y animal de un modo muy beneficioso para sus fines. Desde su punto de vista, afirmar que el hombre posee una dignidad que le distingue de sus primos hermanos los animales es, simplemente, una señal de pretenciosidad biológica. Un prejuicio, ni más ni menos. 

Quizá el antiespecismo deba superar el sesgo dicotómico del que adolece su forma de aproximarse al hombre. Al parecer da por supuesto que nuestra dignidad nos legitima para explotar a quienes se hallan en otra escala biológica. Una mirada menos superficial, sin embargo, revela lo contrario, ya que, si el hombre fuera meramente un animal solo estaría movido por su instinto de supervivencia y, como una alimaña, concebiría lo que le rodea como recurso para sus fines biológicos. El instinto, en ese caso, desplazaría el cuidado de nuestro entorno.

Ni antiespecistas, ni transhumanistas se han dado cuenta de una cualidad que caracteriza al hombre y lo separa del reino animal: la compasión. No podemos echárselo en cara, pues tampoco repararon en él Malthus ni Darwin. Según este último, la vida era una lucha a vida o muerte por la supervivencia y solo llegaban a la meta los más aptos. Pero precisamente, a diferencia de lo que ocurre en la selva, el ser humano es la excepción a esa regla: en lugar de abandonar en la cuneta a los más necesitados, manifiesta su dignidad negándose a dejarlos atrás

El peligro del virus perfeccionista estriba en hacernos inmune a las demandas de quienes han tenido menos suerte que nosotros. Los que han reflexionado sobre las consecuencias del transhumanismo han advertido de las nuevas y crueles diferencias que se separarían a los que disponen de recursos para adecentar su naturaleza -instalándose un chip o tomando una píldora, por poner un caso- y aquellos que, por desgracia, no son tan afortunados, lo cual puede multiplicar exponencialmente los conflictos. Comparado con lo que puede venir, la polarización actual parece una broma. 

 

En este contexto, ha surgido una corriente de pensamiento muy interesante que explora, desde un punto de vista filosófico, la vulnerabilidad humana. Se trata de repensar qué papel tienen en nuestra condición realidades tan inexorables como la debilidad corporal, el sufrimiento, la enfermedad o la muerte. Lo queramos o no, somos seres limitados y la fragilidad forman parte de nuestro ADN

La crisis del Covid puede tener, pues, un sentido terapéutico, espiritual, y realzar a valores y sentimientos que estaban ahogados por nuestro afán consumista

Los más vulnerables, los discapacitados y, en definitiva, los que sufren no son obstáculos para nuestra especie, sino quienes atesoran los auténticos valores del ser humano y nos reconcilian con nuestra naturaleza. Todos hemos aprendido a poner las cosas en su sitio y a descubrir el sentido de la vida en los momentos más difíciles. Esas son las experiencias auténticamente humanas, pues nos permiten descubrir dimensiones que antes nos pasaban inadvertidas.

Así ha ocurrido con la pandemia. Como recordaba el pensador francés Edgar Morin en una entrevista, si se puede sacar algo bueno de esta calamitosa situación es que seguramente aflorará una nueva forma de ver las cosas que nos servirá para diferenciar lo importante de lo superficial. La crisis del Covid puede tener, pues, un sentido terapéutico, espiritual, y realzar valores y sentimientos que estaban ahogados por nuestro afán consumista.

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