Humanidad para afrontar el invierno demográfico

Un nuevo estudio recuerda la necesidad de poner en marcha políticas natalistas para evitar el estancamiento económico. Pero ¿es esta la única razón para alumbrar vida?

“La política natalista enfocada en el beneficio económico no garantiza una sociedad más humana, que es quizá el capital más importante para afrontar una población cada vez más envejecida ”.
“La política natalista enfocada en el beneficio económico no garantiza una sociedad más humana, que es quizá el capital más importante para afrontar una población cada vez más envejecida ”.

Desde hace bastantes años Europa se enfrenta a un problema demográfico y aunque han sido muchos los economistas que han llamado la atención sobre las consecuencias que la natalidad languideciente puede tener sobre las arcas públicas, no paran de realizarse estudios prospectivos preocupantes. 

En concreto, hace unos días se presentó en el Reino Unido una investigación que comparaba la tasa de natalidad de la posguerra y la de ahora, demostrando que, en efecto, la caída no tenía paliativos. En 1964 la natalidad alcanzó su máximo histórico, 2.93, y ahora, con un 1.58 -en Escocia aún peor, 1.29- los gestores públicos no saben cómo cuadrar las cuentas. 

El informe, titulado “Baby Bust and Baby Boom: Examining the Liberal Case for Pronatalism”, enfoca las causas y el diagnóstico desde un punto de vista económico. De seguir así las cosas, explica, las crisis se sucederán en bucle, sin solución de continuidad. Menos niños quiere decir menos trabajadores, lo que, junto al envejecimiento de la población y el aumento de los gastos derivados de una mayor esperanza de vida, hace la situación insostenible. 

Se calcula que hay casi tres mayores de 65 años por cada 10 trabajadores, pero en la década de los cincuenta de este siglo la proporción será de cuatro. Si no se toma una política decididamente natalista, señala el informe, dentro de unos años la cuarta parte de los británicos habrá sobrepasado la edad de la jubilación. El futuro económico no es muy halagüeño, por tanto. 

Menos niños quiere decir menos trabajadores, lo que, junto al envejecimiento de la población y el aumento de los gastos derivados de una mayor esperanza de vida, hace la situación insostenible

¿Por qué, sin embargo, hay tantos países remolones a la hora de promocionar la familia? Cualquier estudiante de sociología es capaz de recordar uno de los tópicos más difundidos en el campo demográfico que relacionaba una menor tasa de natalidad con un mayor progreso y riqueza. Y se suponía que no era solo una constatación empírica, puesto que de ahí se deducían programas políticos y fórmulas de actuación. Hemos pasado de temer un mundo hiperhabitado a uno famélico.  

En Portugal o Francia se han puesto manos a la obra para solventar la crisis. También China, que ha cambiado su política de hijo único. En el país galo hay pagos directos a los nuevos padres, que reciben una subvención por hijo de un poco más de 800 euros. Con todo, los gobiernos temen abanderar la lucha contra el declive demográfico por vulnerar el principio de neutralidad o socavar la independencia del ciudadano. ¿Qué tiene que decir el poder público sobre el número de hijos de la pareja?

De nuevo, aparece la distinción sobre la que se asienta la construcción liberal: la diferencia entre lo público y lo privado. Y se demuestra que el poder político solo atiende a lo económico puesto que es únicamente este tipo de razones -la necesidad de equilibrar las arcas o de seguir asegurando su abastecimiento- lo que le conduce a tomar decisiones que, en última instancia, muestran que las fronteras de la libertad son porosas y permeables

A nadie se le escapa que la familia es algo más que una pieza en el tablero de los presupuestos generales del Estado, de la misma manera que un hijo no se engendra con la mente puesta en la urgencia de la vejez. La política natalista enfocada en el beneficio económico no solo olvida el potencial ontológico y moral del nacimiento, sino que convierte la fecundidad en una inversión, en algo tan frío y calculado como el mercado bursátil

 

Tampoco garantiza una sociedad más humana, que es quizá el capital más importante para afrontar una población cada vez más envejecida. Es de temer que la obsesión económica incline cada vez más al hombre por la pendiente del individualismo. Lo he comprobado volviendo a ver, por sugerencia de mi amigo Rafael, Cuentos de Tokio, dirigida por Yasujirō Ozu, y considerada una de las mejores películas de la historia. 

Es posible que, si solo aventuramos soluciones economicistas al problema demográfico, tengamos que enfrentarnos a otros inconvenientes surgidos no de la escasez económica o de la inestabilidad financiera, sino de la extenuación de lo humano

Los Hirayama, ya ancianos, salen de su ciudad, Onomichi, para visitar a sus hijos en Tokio. Pero estos, ajetreados por el trabajo y ensimismados con sus problemas, ven en ellos un quebradero de cabeza más. Quien les cuida es Noriko, la mujer de uno de sus hijos, fallecido en la guerra. Ozu refleja con una belleza casi hiriente el contraste entre la dulce vejez de los Hirayama y la ambición individualista a la que se acostumbra quienes viven en la gran ciudad, cuyas calles están abarrotadas de egoísmo, preocupaciones vanas y sueños de triunfo. 

Es posible que, si solo aventuramos soluciones economicistas al problema demográfico, tengamos que enfrentarnos a otros inconvenientes surgidos no de la escasez económica o de la inestabilidad financiera, sino de la extenuación de lo humano. La atención con que Noriko acoge a sus suegros, su tierna mirada y sus ojos resplandecientes de bondad son las únicas garantías que tenemos para soportar las inclemencias de un invierno demográfico y acoger con cariño tanto la vejez como el milagro de una nueva vida

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