La Legión: el valor de su espíritu

No hace mucho tiempo el término valor cobraba gran fuerza y esplendor en el argot legionario dotando, si cabe, de una mayor resonancia al conjunto de sus diversas acepciones. "Cien años de valor, el valor de cien años", el lema del Centenario de la Legión, se convertía así en una sentencia de profundo calado, de pleno sentido y del eterno sentimiento que, durante todo ese tiempo, ha acompañado a la familia legionaria. De manera paradójica, un simple juego de palabras era capaz de resumir la gloriosa historia de esta unidad a lo largo de todo un siglo. Y, hoy, en los prolegómenos de un nuevo aniversario, el centésimo segundo, hemos de hacer un repaso de la estrecha vinculación del término con el característico espíritu del que siempre ha dado sobradas muestras la Legión.

En cualquiera de sus facetas, ese indudable valor, fruto de valía y valentía, ha rodeado la vida de todos los que, de una u otra manera, hemos compartido parte de nuestros días con el mejor exponente de lo que representan los valores castrenses y el genuino espíritu emanado de aquel lejano Tercio de Extranjeros cuya andadura inicial se remonta a 1920. Eran otros tiempos, otras personas, otras referencias, pero es indudable que valor y valores no saben de cronología, no entienden de edades, sino de hechos. La abstracción de su significado se demuestra con la práctica, con una buena praxis, con la ejecución inmediata, con la puesta en acción que, formadas en vanguardia, siempre han sido santo y seña de la Legión.

Aquella década, aquellos emplazamientos norteafricanos y aquellos primeros combates iban a constituir el germen, crear la forja y establecer el asiento de los principales valores castrenses y el espíritu legionario que, en tan adversas circunstancias, precisaba la unidad maquinada en la cabeza de Millán-Astray desde años antes. Para ello, hubo necesidad de miles de intrahistorias previas que, con el impulso de hombres valientes, del paso de los siglos y la búsqueda de referentes se reunirían en un mismo cesto, con similares mimbres, en un singular espejo cuyo reflejo ha emitido la luz que sigue brillando con fuerza ciento dos años después de aquel primer contingente, siempre en nuestras retinas, con destino al puerto de Ceuta, cuna legionaria en el Mediterráneo.

Y si aquellos bravos protagonistas que arribaron al norte de África, de una u otra manera, iban deseosos de aventura, de un estímulo que cambiase sus, en la mayoría de los casos, dispersas y vacuas vidas, también incluían un puñado de valores dentro de las escasas pertenencias de una humilde maleta zarandeada por las vicisitudes de la vida. Había de todo: granjeros, agricultores, pastores, malhechores, convictos, aventureros, buscavidas, poetas, analfabetos, letrados, pobres, ricos, grandes, pequeños, fuertes, débiles, nacionales, extranjeros…hombres, a fin de cuentas, que querían resetear el reloj de una existencia marcada por el infortunio, la tragedia, el desamor, el desapego, la incomprensión o, también, el atractivo reclamo económico y vital que anunciaban carteles y banderines de enganche en las principales ciudades de la geografía española. Era cuestión de emprender nuevas andanzas, de girar el timón, de poner rumbo a los desafíos que ofrecía el Tercio de Extranjeros.

Sin embargo, entre tanta variedad, cualquier ser humano puede atesorar una serie de valores orientados al camino recto sin penetrar en los recovecos del pensamiento ni entrar en los laberintos que la vida propone. Y no hace falta ser militar; tampoco, legionario. Simple y llanamente, es cuestión de la existencia humana, de nuestro proceder, de nuestra conducta, de nuestro buen hacer y criterio cuando, en trances especialmente complicados, hemos de optar por la decisión correcta, las prioridades, el momento idóneo y una ejecución sin tacha, pulcra y eficiente, que nos permita superar la adversidad que se cierne sobre las variadas dificultades de nuestro devenir.

La elección de ese camino siempre ha de guiarse por una luz, la del Bien, que marque nuestros pasos y nos permita obrar de manera consecuente, sin ignorar u obviar los riesgos, sin incurrir en ningún tipo de daño colateral a nuestro prójimo. Y es exactamente ahí, en la puntualidad y exigencia que requieran esas situaciones, donde se fijan unos valores que, no exentos de las virtudes adquiridas con la tradición, facilitarán el objetivo final de nuestra empresa.

De esta manera, es en ese terreno donde el legionario tiene las de ganar con ese exclusivo talante, el de estar para lo que se tercie, adquirido en el Tercio; con ánimo diligente y absoluta disponibilidad de hacer lo difícil al momento y, si fuese imposible, tardar un poco más; con costumbres como la de saludar con exagerada energía y no suspender el saludo hasta serle reiterada la orden para ello; con una presentación y despedida adornadas de aplomo y absoluta corrección; con habla decidida y voz fuerte al superior sosteniéndole la mirada, acudiendo a la carrera cuando se le requiere para dar parte del cumplimiento al jefe del que procede la orden. Su ejemplaridad y disposición, evidentemente, son incapaces de albergar cualquier duda. Es una cuestión de arraigo.

Además, existe un estilo, único y sin igual como reza el primero de sus espíritus, con una especial vistosidad y perspectiva estética, impulsadas por el fundador de la Legión y el comandante Vara del Rey. Así, el legionario ha de inclinar su gorrillo hasta dos dedos de la ceja derecha, tensar el barboquejo sobre el mentón, alardear de patillas cuando no de barba o perilla, remontar las mangas de su camisa a cuatro dedos por encima del codo y abrirla hasta el tercer botón, realizar el paso ordinario a 160 trancos por minuto acompañado de un espectacular braceo hasta alcanzar la muñeca el pico delantero del gorro. Es el triunfo sublime de la icónica imagen del legionario en su grácil, enérgica y armoniosa “exhibición”, prendada de la recepción y transmisión de unos valores, de unos espíritus, de una pasión.

Y, sin duda, habrá campos de batalla a los que acudir, contratiempos que superar o combates en los que vencer, guerras que ganar, pero si, como nos enseñaron nuestros antepasados en la Conquista de América o formando parte de los Viejos Tercios de Flandes, hacemos uso de la dignidad en el transcurso de cualquier contienda, la tradición de nuestro honor y el espíritu que nos caracteriza serán las señas de identidad de ansiadas victorias en tiempos carentes de héroes, de iconos y referentes, hastiados por los excesos presentes en actos y comportamientos huérfanos de aquellos conceptos legados por nuestros ancestros. El villano lo sabe, no es ajeno a las debilidades del hombre y, precisamente, su malévolo interés se caracteriza por sacar provecho del confiado Bien.

 

Por todo ello, la dama y el caballero, legionarios ambos, han de convertirse en la máxima expresión de aquellos valores en los que creen y son instruidos, de la filosofía y espiritualidad que encierran. La actitud hacia ellos, la forma de vivirlos y la puesta en práctica de su contenido podrán darnos muestras más que suficientes de ideales que, en cualquier unidad de nuestro Ejército, adquieren mayor consistencia con las aportaciones individuales de cada uno de los componentes de secciones, pelotones, compañías o, en el ámbito que nos ocupa, Tercios y sus Banderas. Es la fuerza del grupo, la cohesión, el punto de encuentro de distintos comportamientos cosidos con el compromiso, la responsabilidad, la vocación, la integración para que la convivencia facilite y culmine la consecución de una meta, la misión, antes de que flaqueen las fuerzas o como al gran Francisco de Quevedo, el “soldado del rey”, le alcancen el peso de la edad y la cercanía de la Muerte en la oscuridad del pesimismo o la cruel derrota con “aquellos muros ya desmoronados, de la carrera de la edad cansados, por quien caduca ya su valentía…” de su famoso soneto “Miré los muros de la patria mía”.

Y si en Quevedo se encuentra la acción, en Pedro Calderón de la Barca hallaremos la fuente, las reminiscencias del valor y espiritualidad de los infantes, de las damas y caballeros del presente, de los que nos precedieron en los Tercios con picas o alabardas, retratados como aquel “caudal de pobres soldados que, en buena o mala fortuna, la milicia no es más que una religión de hombres honrados”. Ellos hicieron acopio de valores a través de la obediencia, la “principal hazaña”, a la que se unió la excelsa presencia de la cortesía, el buen trato, la verdad, la firmeza, la lealtad, el honor, la bizarría, el crédito, la opinión, la constancia, la paciencia, la humildad, la fama, el honor y, ¡cómo no!, la vida. Con todos esos “aliados”, no queda más opción que la victoria.

Sin embargo, a pesar del aparentemente mortal vínculo del legionario en estrecho abrazo a través de un “lazo fuerte” con su novia, la Muerte, todavía resta un más allá, un territorio abonado a la dosis de mística en la que su obituario determina la redención propia con la bondad, la entrega, el sacrificio y el servicio a los demás como testigos. ¿Hay gesto más humano, solidario, valeroso y espiritual que el que te inculca la Legión desde su origen como Tercio de Extranjeros? Esa filosofía y ese concepto tienen sus reminiscencias en el Hagakure, la guía práctica del guerrero japonés: “Una vez que el guerrero está preparado para el hecho de morir, vive su vida sin esa preocupación, y escoge sus acciones en base a un principio, y no, precisamente, al del miedo…”.

Y si de nexos o lazos hablamos, buena prueba de ello podemos encontrar en la figura de Yukio Mishima, el más célebre escritor japonés del pasado siglo, al identificar honor e hidalguía en ejemplos de nuestra cultura hispana como el flamenco, la tauromaquia o el «¡Viva la Muerte!» de una Legión que, como a Millán-Astray, admiraba por preservar el culto al alma y al espíritu incluso en las situaciones más arriesgadas, aquellas en las que su Novia rondaba la delgada línea roja entre la vida y la muerte de unos legionarios comprometidos por las antagónicas dualidades de palabra y acción, éxito y fracaso u honor y deshonra en base a una trepidante existencia plena de fuertes emociones.

Como si se tratase de una continuada fusión desde sus orígenes; en una simbiosis de pasado y presente, de tradición y futuro, de realidad y leyenda, de raíces y ramas, de Oriente y Occidente, de poesía y filosofía, de Mishima y Calderón, de samuráis y legionarios; Millán-Astray reforzaría el espíritu de su tropa con un ingrediente adicional, el del Bushidō, otorgando el título de caballero a lo largo de un camino, el del guerrero, según la etimología del término japonés. Este modelo se adaptaba al propósito de su ideario, un credo de doce espíritus, al que no le iban a faltar los siete preceptos básicos (meiyo, chugi, jin, gi, yu, rei y makoto) de los exponentes orientales de la cultura del honor, poéticamente anticipados por el ilustre Calderón de la Barca en el siglo XVII. 

Respecto al tradicional acervo hispano, destacaba la inclusión de los cuatro últimos, traducidos como rectitud, benevolencia, cortesía y honestidad en representación de paradigmas de la heroicidad del samurái que, con nuestra idiosincrasia, serviría para conformar el dictado de un Credo Legionario en el que la trascendencia personal no se limita única y exclusivamente a la vida y espíritu castrenses, sino también a la ética, la conducta y el comportamiento en una sociedad civil después de cumplir el compromiso temporal con el chapiri y el verde sarga legionario.

Huelga decir, por otra parte, que todos esos elementos calderonianos se han convertido en el baluarte de conducta especificado en el primer artículo de las Reales Ordenanzas para las Fuerzas Armadas a la hora de definir el código específico de los militares, sus principios éticos y principales reglas de comportamiento de acuerdo con la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico. De hecho, la Ley Orgánica de Derechos y Deberes de los miembros de las Fuerzas Armadas también recoge dieciséis reglas de comportamiento del militar en su artículo sexto, haciendo referencia a un conjunto de valores, cualidades y normas de actuación que deben inspirar su proceder.

De esta forma, esa mezcla de ingredientes del poema de nuestro “soldado de Dios”, exponente del hombre de Armas y Letras, las similitudes con los requisitos exigidos al soldado nipón y las alusiones legislativas nos trasladan a, según un estudio no muy lejano, una selección que aúna los once valores esenciales con los que se debe identificar el militar español del presente: amor a la Patria, compañerismo, disciplina, ejemplaridad, honor, lealtad, valor, espíritu de sacrificio, espíritu de servicio, sentido del deber y excelencia profesional.

Es indudable, pues, que todo ese idealizado compendio en forma de alineación de valores ha de encontrar su necesario equilibrio para que, con la mesurada puesta en práctica del ideario de un credo y sus espíritus, la Legión pueda interiorizarlo, vivirlo, ejecutarlo, recitarlo y hacerlo suyo de manera única, individual e intransferible. Así, sus principios y convicciones constituirán el modelo integral de una vida ejemplar con la impronta de nuestra gloriosa Infantería del pasado y un lema, “Legionarios a luchar, legionarios a morir”, grabado a fuego en el corazón de cualquier legionario de este incierto presente y un más que desafiante futuro.

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