Fiestas

Mucho cuidado con comer carne procesada. Ni se le ocurra fumar ni oler el tabaco. Ojo con la comida basura. Modere el consumo de la bollería fina... Las autoridades sanitarias advierten cada dos por tres de esto o de lo otro, y pobre del que incumpla: palo y tentetieso en forma de sanción o penas severas.

Todo esto está muy bien, pero no comprendo demasiado porqué toda esta estrategia no se extiende también a otras conductas nocivas, que sorprendentemente se potencian por las propias Administraciones. Pienso, por ejemplo, en los festejos populares.

Los brutales decibelios de las orquestas y atracciones en el centro de las localidades, desafiando tímpanos y cristales a todo vatio hasta bien entrada la madrugada, no importan. Tampoco, los ancianos, enfermos o niños que precisan de esas noches para descansar. Que son cuatro días, rebaten quienes defienden este modelo tradicional de festejos, imponiendo a los aguafiestas que opinan diferente su dictadura del ruido y el insomnio, forzándoles al éxodo a otros lugares en los que se pueda dormir.

De esto, nada hablan los mandamases de la salud. Su silencio cómplice alcanza también al abuso del calimocho entre adolescentes en las inmediaciones de los recintos festivos, junto a otras sustancias perseguidas por la justicia. Las plazas de España se convierten en agosto en mingitorio y vomitorio auspiciado precisamente por quienes debieran, como en Roma, cumplir con la máxima de salus populi suprema lex esto.  

Todos los pueblos tienen afueras, zonas sin población donde poder ubicar este tormento anual (playas, áreas industriales, descampados...). Lo que no tiene un pase es que se insista en someter cada verano a miles de personas de toda condición a la condena de sufrir música ensordecedora y tener que sortear además aguas fecales para llegar a sus propias casas. Dudo que cosas así sucedan en los países más subdesarrollados del planeta.

Aunque, más que trasladar la feria de sitio, procede sin duda abrir un sereno debate sobre este lamentable e insano modelo de festejos que seguimos padeciendo, por más que sirva para incrementar el gran negocio de las multinacionales del alcohol o para alimentar el vano orgullo de los atorrantes de turno que creen que seguir así es lo mejor de lo mejor. Seguro que no dirían lo mismo si ellos tuvieran ese infierno delante de sus narices.

Por descontado que son posibles unas fiestas patronales que agraden a todos. Pero ello pasa porque se logre dar con el término medio en el que nadie se sienta perjudicado, con generosidad y sentido común.

Lo contrario, además de insalubre, es injusto.


 


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