La inteligencia del corazón

El principito (Imagen de Ren Soley en Pixabay).
El principito (Imagen de Ren Soley en Pixabay).

Estos días de vacaciones he vuelto a releer El Principito, maravillosa obra de Antoine de Saint-Exupéry, y que leí por primera vez cuando tenía como 10 años. No es lo mismo leerlo a esa edad, a los 20, 30, 40 ó 50. Un libro generoso y un autor a quien le tengo especial admiración. Hay escritores que se vuelven tan cercanos y uno les debe tanto que, junto a la admiración, nace también el afecto. Uno los ha leído tanto que parecen amigos, y lo son de alguna manera, amigos más allá del tiempo de las fronteras. Debe ser por su mensaje atemporal como el valor del amor, de la amistad, del cuidado del planeta, lo importante de la simplicidad, el valor de la imaginación, de la fidelidad, de la responsabilidad, de ver siempre más allá de las apariencias, en fin.

Tuvieron que pasar muchos años para ser tocado profundamente por su humanismo que cruzaba el mundo de la acción con el pensamiento, mundos que en general no se encuentran. Un texto que nos regala enseñanzas para nuestra vida como cuando El Principito dice que “caminando en línea recta no puede uno llegar muy lejos”, es decir, pone en valor el error, el micro fracaso que produce siempre aprendizaje. Además, el avanzar sin miedo al riesgo porque cuando conquistamos nuestros miedos, conquistamos nuestra vida.

El Principito se puede escuchar como un hermoso y armónico canto, pero es también un grito, el clamor de un aviador que miró desde arriba un mundo, el suyo, que como el nuestro se estaba cayendo a pedazos. Saint-Exupéry nos regaló un pozo de agua en medio del desierto, el desierto del nihilismo, de la irreverencia, del mundo en "modo matrix" en la que nos vamos internando y que nos desafía con desmantelar nuestra sociedad, nuestros mundos íntimos, nuestros afectos, todo aquello que se resiste a ser virtualizado, a ser transformado en cifra, en KPI o en una plantilla de excel.

Nosotros, que estamos deslumbrados por la hechicería tecnológica, que cada vez nos miramos menos a los ojos y no nos paramos lo suficiente a escuchar las preguntas que nos comparten nuestros niños, nosotros, que creemos estar hipercomunicados, pero vivimos una era de incomunicación enfermiza, inventando guerras absurdas y destruyendo nuestro planeta, necesitamos urgente visitar el planeta de El Principito para regar y rendirnos ante la belleza de una simple flor. Es urgente hacerlo, más necesario incluso que cuando fue escrito al final de la Segunda Guerra. 

El autor, al final del libro, se lamenta de haber perdido a ese niño de pelo rubio que hacía preguntas inusitadas y nos pide a los lectores que, si tenemos noticias sobre él, que por favor le avisemos. Pues yo no le tengo tan buenas noticias, monsieur Antoine, ya que ese niño perdido en el desierto por usted descrito y dibujado de manera admirable, parece que se extravió para siempre. No ha regresado y estamos, como usted lo estuvo, paralizados y aturdidos en nuestro propio desierto, perdidos en medio de un imprudente desierto virtual que nos atropella y desequilibra, frío, inhumano y con escaso afecto.

Nuestra civilización no ha crecido en conciencia, pero sí en técnica. Hemos desatendido a nuestros niños, a nuestros propios principitos, al interior de sofisticados dispositivos digitales, porque no queremos que corran, que griten, que salten, que nos hagan preguntas incómodas, preferimos que estén quietos para que nosotros, adultos disgustados y saturados, muchas veces, y muchas otras sin una gota de poesía en el alma, podamos entretenernos, "entertainment". Por eso, siento que en el mensaje que nos ofrece esta fábula están todas las claves de los males que nos aquejan hoy.

El Principito es una fuente de inspiración en estos tiempos doblemente desérticos: el desierto del sentido se corresponde con la progresiva desertificación de nuestra tierra y de nuestro interior. Estos días de menos ajetreo ha sido un placer volver a repasar este libro, cuando muchos se entregan de rodillas a una inteligencia artificial que no podrá reemplazar la inteligencia del corazón, último lugar de resistencia que nos queda, que me queda. 

Este relato, aparentemente ingenuo, nos invita a poner nuestra mano en el corazón. En un mundo de datos y algoritmos, los latidos de ese órgano milagroso serán los que salvarán al hombre, a ti y a mí. Que cada uno escuche a su corazón: y que ahí pueda escuchar a su propio Principito. Mientras haya un niño que haga preguntas inesperadas y un aviador que las escuche y responda, mientras haya una flor que regar, no todo estará perdido, ¿no os parece?

Levanto los ojos y miro el cielo estrellado y pienso que El Principito está ahí, invisible a nuestros ojos, y entiendo por qué unas estrellas que murieron hace millones de años, nos iluminan mejor que todos los focos, linternas y lámparas de nuestra civilización enferma de falta de luz, no la que brilla, sino la que ilumina.

 
 

Roberto Cabezas

Director de Desarrollo de la Facultad de Farmacia y Nutrición de la Universidad de Navarra

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