Mirando España desde la distancia

Playa de Zarautz.
Playa de Zarautz.

Las vacaciones me han permitido tomar un poco de distancia después de este último mes intenso en medio del debate público, e inmerso en el estado de desconcierto de un país, el nuestro. Hace bien distanciarse, creo. Hoy contamos con todos los medios para huir de nosotros mismos y el verano y sus condimentos se ha convertido en un subproducto más de los anestésicos existenciales que nos ahorran, hacernos las grandes y difíciles preguntas que queman al ser humano desde que le fue dada la conciencia. Las actividades estivales pueden anestesiarnos un poco, calmar el hastío, la intranquilidad y la ansiedad que nos persiguen durante el día, y de los que huimos por todos los medios. Sólo un poco y por un rato.

Quisiera tener más tiempo para mirar a España desde la distancia para responder a una serie de preguntas que me dan vuelta en la cabeza, ¿a dónde vamos? ¿Tenemos horizonte posible, o seguiremos estancados, paralizados, sin un acuerdo común mínimo, oscilando entre proyectos ideológicos extremos, buscando sin encontrar, extraviados, aturdidos, dando tumbos? El país está cansado de experimentos y sobre todo de promesas que se las lleva el viento.

No podemos seguir perdiendo el tiempo en discusiones estériles y a veces bizantinas, mientras el futuro está pasando a nuestro lado sin que podamos subirnos a él con respuestas ilusionantes, con sentido de unidad. "Miré los muros de la patria mía/ si un tiempo fuerte/ ya desmoronados/ de la carrera de la edad cansados/ por quien caduca ya su valentía", escribió Quevedo en una melancólica reflexión frente a la decadencia de España del siglo XVII. Más que desmoronados, estamos desarmándonos poco a poco como el flan que hacía mi abuela. Ni el Estado ni el Mercado han respondido convincentemente a las demandas, necesidades, inquietudes y esperanzas de las personas, tuyas y mías.

Con cierta preocupación escucho todos los días en el telediario las declaraciones de nuestros políticos que parecen gestos vacíos de actores sin director en una escena deshabitada, con algunos discursos sin argumentación, sin fundamento y lo peor, muchos, sin sentido.

Hoy más que nunca necesitamos imperiosamente líderes con sentido de Estado, porque el liderazgo no es una posición, no es un cargo, no son galones o condecoraciones o un despacho espectacular en el Palacio de la Moncloa. ¡No señores! El liderazgo es inspirar a otras personas a que crean en sí mismas y desplieguen y desarrollen todo su potencial, para lograr que exploten sus mejores versiones personales y profesionales allí donde les toque estar. Liderar es iluminar como faros, no brillar, que tiene que ver más con el ego, sino iluminar e inspirar. El liderazgo, en definitiva, es una forma de ser y de estar en la vida. Yo le llamo liderazgo transformador o impacto transformador, ese que es capaz de alinear mentes y corazones en un propósito común. Un buen líder, esos que no llevan capa ni tienen superpoderes, generan cambios e impulsan procesos de transformación. Hacen que las cosas sucedan. Derriban muros o murallas y construyen puentes abriendo mundos de posibilidades infinitas.

No sé si os acordáis, pero cuando Mandela salió de la cárcel y cruzó a tomarse un té con el líder de la minoría blanca, la minoría que había maltratado a su pueblo desde lejanos tiempos y lo había condenado a él a pasar largos años de encierro en una cárcel estrecha. En ese momento hizo un gesto político y ético de envergadura, invitó a sus seguidores (que clamaban en ese momento por venganza, por hacer arder por los cuatro costados las calles de Sudáfrica) a dar un salto de conciencia y de generosidad.

Son fundamentales los líderes adecuados para esos momentos en que una sociedad, como la nuestra, después de largos años de división, decide comenzar a construir un período de transformación, no de cambio, avanzar, recomponer, reparar e incluso cerrar los duelos abiertos. Nos falta eje, nos falta quilla, estamos huérfanos de liderazgos, nos entregamos una y otra vez al mal menor o al menor de dos males. España no puede ni debe ser el país del mal menor. 

Mandela, y otros en la historia, son de esa estirpe de líderes que, desde su propio sufrimiento personal, dejan de mirar atrás. Necesitamos que alguien lidere este proceso de cicatrización nacional, para que la transformación se note, que no sea un cambio cosmético, que sea un proceso de evolución y de desarrollo muy profundo y que traiga paz, unidad y prosperidad a toda España. 

Necesitamos líderes con la flexibilidad de una caña de bambú para resistir las tempestades de los tiempos que vienen, duros, inciertos, cambiantes, y el coraje para pensar ideas nuevas, originales y frescas. Eso requiere, claro, muchísimo trabajo y un obligado tiempo de reflexión, que escape de la tiranía contemporánea de las prisas, para pensar desprendidos de todo peso superfluo y de toda carga innecesaria

 
 

Roberto Cabezas Ríos

Expert in Higher Education Management

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