Cumbre de las Américas: desmoralización ante el narcotráfico

Sin apenas trascendencia ha discurrido la sexta cumbre de las Américas, celebrada en Cartagena de Indias, con el trasfondo de la posible exclusión de Cuba del panorama democrático del continente, mientras muchos apremian a Estados Unidos –incluida la Jerarquía católica‑ a derogar el embargo. Lo instauró Kennedy con carácter general en 1962, apenas un año después de la fracasada invasión de Bahía Cochinos, y fue renovado, incluso agravado, por sucesivas Administraciones de uno y otro color.

Al cabo, esta cumbre va a quedar quizá sólo como punto de referencia en el debate sobre la legalización de las drogas, planteado de modo más drástico por el presidente de Guatemala, Otto Pérez Molina, ante el reconocido fracaso de su lucha contra el narcotráfico. Este delicado tema ha pasado por delante de cuestiones como la integración regional o la reducción de la pobreza. Lo plantea en otros términos Evo Morales. Pero, en Guatemala, México y Colombia, resulta decisivo para la pervivencia del propio Estado.

Sucede en momentos históricos en que América latina es menos dependiente financieramente de Estados Unidos, y se ve poco afectada por la crisis económica global, con tasas de crecimiento más bien altas, especialmente en algunos países.

A comienzos de abril, tres expresidentes de la región prepararon un documento para la cumbre, con la propuesta de una alternativa, tras lo que consideraban un fracaso en la guerra contra el “narco”: “40 años de inmensos esfuerzos no lograron reducir ni la producción ni el consumo de drogas ilícitas. En México y Centroamérica, la violencia y la corrupción asociadas al tráfico de drogas representan una amenaza a la seguridad ciudadana y a la estabilidad democrática”, afirmaban Fernando Henrique Cardoso, César Gaviria y Ernesto Zedillo, expresidentes de Brasil, Colombia y México.

Ante la radical negativa de Estados Unidos a legalizar las drogas, matizaban que “regular no es lo mismo que legalizar. Ese punto es fundamental. Regular es crear las condiciones para la imposición de todo tipo de restricciones y límites a la comercialización, propaganda y consumo del producto, sin ilegalizarlo”.

En cierto modo, el debate arranca de una entrevista del presidente colombiano, José Manuel Santos a The Observer en noviembre pasado: no estaría en contra de legalizar –no sólo la marihuana‑, si así se conseguía erradicar la violencia ligada al tráfico de drogas. Luego, en febrero, Otto Pérez Molina, con un impulso sorprendente habida cuenta de su formación militar, así como de su firme promesa electoral en 2011 de mano dura contra criminales y narcotraficantes, planteó claramente la legalización como nueva manera de combatirles.

El presidente de Guatemala convocó una reunión de mandatarios a finales de marzo, en intento de alcanzar una postura común para discutirla en la Cumbre de las Américas de abril. Pero parece que la abierta oposición de Estados Unidos repercutió en la escasa participación: sólo los presidentes de Costa Rica y Panamá atendieron a la invitación de Pérez Molina.

La situación cuantitativamente más grave se produce en México, como es bien sabido (aunque Guatemala tiene una media de 18 asesinatos por día y una tasa de homicidios de 46 por 100.000 habitantes, el triple que México). Felipe Calderón no está dispuesto a cambiar de política, aunque los resultados de su mandato son desmoralizantes, con cerca de 50.000 muertos registrados en la lucha contra el “narco”. Todo dependerá de la influencia real de Estados Unidos, según la persona que salga ganadora en las elecciones de julio próximo. De hecho, la candidata del PAN, el partido de Calderón, Josefina Pérez Mota, afirmó recientemente que si gana, no se “va a concentrar en el narco, sino en los delitos que afectan a la gente”. El candidato del PRI, Enrique Peña Nieto, mantiene una postura similar.

La economía no es ajena a las propuestas legalizadoras. Se comparan los precios del kilo de cocaína en Colombia, principal productor –unos 1.500 euros‑, con los que alcanza al sur de EEUU ‑entre 53.000 y 72.00‑, hasta los 113.000 en ciudades como Nueva York. La fiscalidad de esos movimientos permitiría dedicar un 50% a fortalecer la lucha contra los cárteles; un 25%, a programas para la recuperación de adictos, y el resto, a la prevención mediante programas educativos.

 

En Cartagena de Indias no ha habido conclusiones. Pero sí debate público y abierto por primera vez en este tipo de cumbre. Lástima que la desmoralización de los líderes no les lleve a plantearse medidas contra la verdadera desmoralización individual y social que está en el origen de la adicción a las drogas.

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