Defensa de la universalidad de las universidades

En 1993 se fundan las dos primeras universidades privadas de Madrid en España: la Universidad Alfonso X el Sabio y la Universidad CEU San Pablo. Fuente | Cursos.
En 1993 se fundan las dos primeras universidades privadas de Madrid en España: la Universidad Alfonso X el Sabio y la Universidad CEU San Pablo. Fuente | Cursos.

Me ha hecho gracia releer una apasionada defensa de la universidad española que publiqué hace cincuenta años, en pleno tardofranquismo. Me confirma la contaminación política que hacía difícil entonces abordar en directo problemas cruciales de la sociedad. La gran amenaza que pesaba sobre mi ideal universitario exigía justamente plantearse la cuestión de la política en los campus.

A pesar de la espectacular ebullición de Berkeley o de París, la gran mayoría de los universitarios no militaban activamente en ninguna empresa revolucionaria. Dejaban hacer. No apoyaban a ninguno de los grupos más o menos activistas: ni los más o menos marxistizados, ni los más o menos gubernamentales. Estaban desbordados. Progresaba una sensación de pesimismo, de ansiedad, que derivaba en evasión: primaba el deporte, la música, el erotismo. No pocos aprovechaban las posibilidades de salir del país, para hacer cursos especiales y trabajar en el futuro fuera de España, aun con ánimo de volver en tiempos mejores. Quizá la mayoría se desentendía de la construcción de una vida universitaria con fuste intelectual, y se dedicaba sólo a asegurar salidas profesionales inmediatas. 

La política –a pesar de revueltas y manifestaciones antifranquistas- comenzó a brillar por su ausencia, a falta de ese humus cultural e intelectual profundo. Había capotado la vieja idea de universidad, tan debatida por cabezas preclaras unas décadas antes. Años después, con la Transición, hubo momentos de esperanza, especialmente con el brillante anteproyecto de ley de autonomía universitaria, que logró un consenso semejante al alcanzado con la constitución: Antonio Fontán me dejó una fotocopia del texto, en el que figuraba de vez en cuando una nota marginal en temas delicados con la palabra “Colmenarejo”; no le pregunté, pero deduje que eran las soluciones pactadas en largas reuniones en casa de Gregorio Peces-Barba. No prosperó, en gran medida, por las presiones de poderosos mandarines universitarios de la época: con su defensa de viejos privilegios, arrumbaron la esperanza y, de paso, contribuyeron a la decadencia de la UCD de Adolfo Suárez.

Al margen de leyes y reformas, salvo grandes excepciones, la universidad se ha convertido en una tercera enseñanza. Ha perdido esa idea maestra que daba sentido a su tarea, generalmente, en línea con la sociedad de cada época. En síntesis apretada: la universidad cristiana medieval giraba en torno a la ciencia teológica, esqueleto del saber humano de aquel tiempo; con el Renacimiento y la Reforma, la síntesis se trasladó al humanismo; para la Ilustración, sería la sede de la ciencia; tras la Revolución francesa, Napoleón pondría la Universidad al servicio del ciudadano y del Estado, en términos de preparación profesional especializada, sin perjuicio de seguir cultivando la ciencia, especialmente en Alemania. Pero la cultura pasó a segundo plano.

Con el fabuloso desarrollo científico y técnico de estos tiempos, la paz académica de la universitas scientiarum queda rota por las demandas exigentes de la administración pública y la gestión empresarial. El concepto de multiversity, acuñado en su día por Clark Kerr, rector de Berkeley, se cifra en lo cuantitativo y es mensurable, como muestran los diversos rankings publicados periódicamente. Si se intenta recuperar hoy los “grandes libros” es justamente porque los grandes temas quedan fuera: no cuentan para el dominio político, el éxito económico o las exigencias del bienestar.

Si Napoleón levantase la cabeza, no podría entender que el Tribunal de Cuentas francés lamentase en un informe de febrero de 2023 “la demolición del concepto unificado de universidad”. No lo afirma desde principios filosóficos, sino desde la perplejidad ante una realidad compleja que observa con la misión de salvaguardar el cumplimiento de la ley y el buen fin del gasto público. No sabe cómo encajar en el concepto universidad –pensando también en posibles recomendaciones sobre inversiones de futuro- establecimientos con fines, estatutos y financiación cada vez más diversos. 

Reconoce con sencillez que “la política universitaria francesa es difícil de seguir”. El mapa actual ha sido configurado por cuatro generaciones que –con innovación y reorganizaciones- han dado lugar a “fracturas evidentes entre instituciones que comparten el nombre de 'universidad', pero no tienen nada comparable entre sí”. No sin ironía se refieren a una nomenclatura de difícil intelección y distinción: “universidades de investigación intensiva”, “universidades de investigación y formación”, “pequeñas y medianas universidades”, “universidades de proximidad”,  o “de territorio”, así como “universidades territoriales de excelencia” (con las consiguientes partidas presupuestarias en un país fuertemente centralizado).

Pero el localismo no es el enemigo principal en Francia, con la casi gratuidad de las tasas académicas universitarias. El problema radical de la concepción tecnocrática es el modo de conceder plaza a los candidatos al grado o al máster..., que fomenta la proliferación de centros privados alternativos, sin financiación pública. Pero en todas partes, como lamenta Julien Boudon, profesor de derecho público en París-Saclay, “la enseñanza superior se ha convertido en un mercado, y muy competitivo”.

El futuro depende de reductos de sentido que siguen construyendo con ilusión y esperanza tantos universitarios de la pública y la privada, con espíritu de cooperación, no de antagonismo estéril. Confían en renovar y transmitir entusiasmos que las leyes más bien enfrían, como se comprueba estos días en España. 

 
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