Los derechos humanos no son europeos ni imperialistas, sino humus de cultura democrática

Los derechos humanos no son europeos ni imperialistas, sino humus de cultura
democrática
Los derechos humanos no son europeos ni imperialistas, sino humus de cultura democrática

No acabo de entender la miopía de líderes occidentales ante el ocaso de una civilización que llevó al ser humano a la cúspide de su plenitud en libertad. Si se repasa honestamente la historia, se comprueba que la raíz cristiana de occidente ha florecido en ramas y frutos profundamente humanos, en absoluto confesionales. No me dan miedo esas raíces fecundas, sino la progresiva –no progresista- acomodación de la sociedad a valores que abocan al autoritarismo.

Comprendo las razones de quienes niegan la universalidad de los derechos humanos. En parte se apoyan, con razón, en la doble moral de las metrópolis que protagonizaron la segunda gran colonización del mundo desde Londres, París e, incluso, Berlín. Fue una acción muy distinta de la iniciada por España y Portugal, que se emancipaba cuando se desarrollaban los nuevos imperios, dominantes hasta la segunda mitad del siglo XX.


Las heridas provocadas por años de esa segunda colonización suscitan movimientos negacionistas, que se refuerzan con el rebrotar de planteamientos ideológicos de corte absolutista que, a veces, se refuerzan mutuamente. No suelo escribir sobre España, pero hace años, en mis paseos veraniegos por tierras del país vasco, comprendí el trasfondo de tantas pintadas en negro: la fusión de nacionalismo y leninismo, el independentismo como liberación de una unidad opresora política y económicamente, que impide la democratización (en el sentido marxista del término). Aunque, a pesar de la fuerza de la visión estructuralista, siempre ha hecho falta un Kerenski.

La división de poderes y, muy en concreto, la independencia del poder judicial, forman parte esencial de un sistema democrático, en el que el bien común arranca de los derechos humanos fundamentales e implica su fortalecimiento. Se hacen, si no imposibles, mucho más difíciles, los autoritarismos, los absolutismos: porque, a diferencia de la soberanía descrita por Bodino, la de un pueblo democrático está compartida.


No lo pueden entender así las repúblicas islamistas, en la medida en que no separan la religión y la política, y consolidan jurídicamente la negación de derechos humanos básicos, como se comprueba a diario en Afganistán, Pakistán, Irán o Iraq. Al cabo, hay enorme distancia entre la barbaridad de quemar públicamente el Corán, y la de obligar al exilio en Mosul al patriarca copto en Iraq o impedir la educación de la mujer en Kabul. Puede sentirse como debilidad que países occidentales toleren de derecho o de hecho la blasfemia o la violencia contra lugares de culto o cementerios. Pero nada tiene que ver con leyes penales como las de Pakistán, que tipifican con pena de muerte falsas blasfemias que encubren matrimonios forzados o incautación de bienes ajenos. Son regímenes jurídica y esencialmente intolerantes.


A nacionalismos e islamismos se añaden -en ese desprecio de las libertades ciudadanas- los sistemas comunistas, y los estados postsoviéticos con dirigentes que siguen aferrados al absolutismo. Desde un punto de vista jurídico, se lleva la palma la China maoísta, con el refuerzo de la “chinificación” impulsado por el presidente Xi Jinping: incluye su propia doctrina sobre derechos humanos, netamente opuesta a la que considera decadencia occidental.

A pesar de los optimismos derivados de la Ilustración, la democracia sigue siendo sistema de gobierno minoritario en el mundo, sometido, además, a continuas amenazas prácticas contra las que es preciso mantener la guardia alta. No fue una boutade certificar la muerte de Montesquieu, y ahí sigue el debilitado consejo del poder judicial en España, como el incumplimiento por parte de Francia de las sentencias del tribunal de Estrasburgo que niegan la condición de magistrados a los fiscales franceses, o la situación de la administración de justicia en Polonia o Hungría... Hasta el casi levantamiento popular contra la reforma Netanyahu en Israel. Ni siquiera está vacunada la Jerarquía católica, que perdió la gran oportunidad histórica de fijar los derechos de fieles y laicos en la Iglesia, como pórtico del Código de 1982.

En cualquier caso, parece indispensable fortalecer los grandes principios generales del derecho que denotan en gran medida sus raíces romanas y cristianas, y fundamentan esa amplia cultura democrática, que afirma la libertad y la diversidad, y rechaza discriminaciones y opresiones.

 
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