Ante derechos vitales, no basta ampararse en la mera libertad formal

Se sabe desde hace mucho tiempo que buena parte de multinacionales han conseguido la producción masiva barata de objetos de consumo mediante cadenas de producción con mínimas cargas sociales e, incluso, ignorando derechos laborales básicos en la representatividad de los trabajadores, en las exigencias mínimas de seguridad e higiene o en la limitación o ausencia del indispensable descanso. El trabajo de mujeres y menores en países orientales recuerda la explotación humana de la primera revolución industrial, y se justifica con los argumentos de entonces, particularmente el del ejercicio de la libertad. También como entonces los trabajadores no tienen en la práctica otra opción, pero no faltan quienes lo justifican con aquello de que más vale algo que nada... Fue siempre el gran argumento liberal, defensor de las ambiguas libertades formales. 

En los tiempos que corren, la defensa de esas libertades no interesa de hecho a las formaciones de izquierda, que suelen centrarse ahora en la protección de minorías ideológicas cada vez más poderosas, con el uso y abuso del ambiguo sentido técnico de consentimiento. El protagonismo ha pasado a diversas ONG, algunas inspiradas netamente en principios religiosos y otras simplemente civiles. Por ejemplo, ante el silencio universal, sólo organizaciones no gubernamentales han llevado a la opinión pública las terribles condiciones de la construcción de los estadios de Qatar, donde se celebrará el próximo mundial de fútbol. Tal vez sólo en una sociedad tan sensible a los derechos humanos como Francia, sigue abierto el debate, que incluye diversas medidas en intento de boicotear el campeonato, al menos en la difusión de las transmisiones televisivas.

No hace falta describir, por conocidas, las condiciones del trabajo de mujeres y niños en la revolución industrial. Sus imágenes fueron acicate más que suficiente para la progresiva construcción del derecho del trabajo moderno, con una fuerte carga tuitiva. Ahora, la presión de algunas ONG con implantación internacional ha conseguido que el emirato de Qatar derogase en 2018 la kafala, que sometía a la mano de obra, que venía en gran medida de India, Nepal y Bangladesh, a una auténtica esclavitud. Se ha suavizado el riguroso marco jurídico –basta pensar en el depósito de pasaportes en manos del empleador-, pero miles de trabajadores han sufrido abusos y explotación. Y se han producido demasiadas muertes por las durísimas condiciones de trabajo y los alojamientos (los estadios se han construido en condiciones climáticas incompatibles con los partidos: por eso, la competición se ha trasladado a fechas insólitas). Ciertamente, los operarios  aceptaban todo, pero no tenían otra posibilidad si querían enviar dinero a sus maltrechas familias que seguían malviviendo a miles de kilómetros. Las libertades formales campaban a su aire.

La idea me ha venido una y otra vez a la cabeza estos días, tras la lectura de la reciente sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos contra Bélgica, en un caso de eutanasia. El supuesto es muy distinto: la provocación médica de la muerte de una persona con una antigua enfermedad psíquica que no podía aguantar más. El derecho belga reconoce la licitud de la asistencia al suicidio, si se cumplen determinados requisitos, tanto desde que el interesado pide la eutanasia, como en el posterior y periódico control de los expedientes. Los juzgadores de Estrasburgo no han aceptado todas las demandas de un hijo de la persona fallecida, pero sí han declarado la insuficiente protección del derecho a la vida que comporta la falta de independencia de los médicos que realizan la comprobación legal a posteriori, porque, en el fondo, se juzgan a sí mismos: en este caso, el médico responsable de la eutanasia era copresidente de la comisión controladora.

La jurisprudencia del Tribunal del Consejo de Europa no admite la existencia de un derecho a la muerte. Lo ha recordado ahora. Pero, en el fondo, parece no advertir que la acentuada autonomía del paciente es mera libertad formal. Los profesionales de la medicina paliativa coinciden en afirmar una y otra vez que los enfermos en fase terminal no desean morir cuanto antes, sino vivir con dignidad hasta que les llegue el momento de la muerte. Algo semejante sucede con enfermedades degenerativas, que reciben de los sistemas de sanidad pública un reconocimiento comparativamente injusto respecto de la “salud reproductiva”.

Por esto, pienso que Emmanuel Macron incide en un reiterado formalismo al relanzar el camino hacia la eutanasia en Francia, que fue rechazado mayoritariamente en los llamados estados generales de la bioética celebrados muy a fondo a lo largo del primer semestre de 2019. Al aprobar en su día la primera ley bioética, se estableció una prudente revisión cada cinco años en función de los avances científicos y médicos. La amplia consulta del 2019 concluyó a favor de la vigencia de la ley Clays-Lionetti, sobre el fin de la vida, aprobada tres años antes con amplia mayoría parlamentaria. Por otra parte, como se ha escrito con ponderación, parece lógico cumplir todo lo establecido en la norma, antes de reformarla: en concreto, el obligado despliegue de los cuidados paliativos que, además de su fin propio, permiten que las decisiones de los pacientes o de sus familias sean realmente libres, no meramente formales.

 
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