Los jueces supremos deben ser también los más imparciales

Tribunal Supremo de Estados Unidos (Foto: Stefani Reynolds / Zuma Press / Contactophoto).
Tribunal Supremo de Estados Unidos (Foto: Stefani Reynolds / Zuma Press / Contactophoto).

La experiencia muestra que lo son cuando prevalece la cultura democrática, que admite la imperfección de las normas que rigen su nombramiento, pero aprecia el cumplimiento de esas reglas de juego, es decir, se atiene a la ética de los procedimientos. Los jueces suelen estar a la altura de las circunstancias, por mucho que griten contra su independencia los movimientos nacionalistas o los grupos más radicales.

La serenidad de los jueces resulta proverbial, a pesar de esas escandaleras (dicho sea de paso: sus fautores no se muestran amigos de las instituciones cuando llegan al poder). No cesan, como acaba de comprobarse en el aniversario de la sentencia Dobbs, ciertamente irrefutable: no existe un derecho al aborto en la constitución estadounidense. Como tampoco en la de España: la última STC deja atónitos a los juristas y no creará jurisprudencia.

En cambio, silencian la sentencia del 27 de junio en el caso Moore vs Harper, que defiende el control jurisdiccional del cumplimiento de las leyes electorales, en contra de pretensiones de representantes republicanos del Estado de Carolina del Norte: pretendían traspasar el control del derecho electoral a los propios elegidos. La cuestión tenía máxima importancia ante las elecciones de noviembre de 2024.

La Constitución americana confía a las cámaras legislativas estatales fijar la época, el lugar y el procedimiento del sufragio en diversas manifestaciones prácticas procedimentales: voto por correo, horario de apertura y cierre de los colegios electorales, documentos exigibles para poder inscribirse en el censo electoral, escrutinio. Pero el control corresponde a los tribunales locales: era el contenido que reformaron los republicanos de Carolina del Norte aplicando la teoría de la legislación de Estado independiente, justamente negada ahora por el Tribunal Supremo: no ha aceptado una interpretación minoritaria, demasiado estricta. Aplica la doctrina originalista -no creativa-, normalmente defendida por juristas conservadores, aunque no todos, tampoco en la alta magistratura, nombrados en su día por Donald Trump, de acuerdo con el ordenamiento vigente.

    Antes me enfadaba ante la desfachatez de la ley del embudo del sedicente progresismo. Ahora me provoca más bien risa, porque me recuerda  los antiguos espantapájaros en tierras del secano de Castilla. Sus aspavientos resultan grotescos. Como el “se acata, pero no se cumple” de los virreyes españoles en América, ante las leyes de Indias que llegaban de la autoridad regia.

Ese es también el contexto del polarizado revuelo ante la sentencia sobre la discriminación positiva en la admisión de alumnos universitarios. Desde luego, choca de frente contra algunos postulados de la teoría crítica de la raza que se ha ido extendiendo en los campus americanos. Pero la acción positiva tuvo siempre partidarios y detractores, justamente porque significa cierta cuadratura del círculo: es una solución que consagra la desigualdad con la pretensión de conseguir la igualdad; de hecho, crea nuevas desigualdades.

Se ha venido aplicando casi por inercia, pero no ha podido superar el juicio definitivo de los nueve jueces federales. No se sostienen los insultos, derivados de una mezcla de hipocresía y cinismo, de quienes descalifican adrede a quienes no aceptan modos discutible de conseguir unos fines al identificarlos con quienes se oponen a esos fines.

Algo semejante sucede con la sentencia que protege la libertad de una empresaria del sector audiovisual: se negó a aceptar el encargo de una pareja homosexual para diseñar una web que haría propaganda de ideas contrarias a sus convicciones personales. A juicio del Tribunal Supremo, se trata de una imposición injusta –atenta a la libertad de expresión-, y no significa discriminación alguna por razones sexuales, por mucho que así lo proclamen desde la perspectiva LGTB+, que estaría amparada por una ley del Estado de Colorado, desautorizada por segunda vez en Washington.

Al cabo, la polarización visceral no acepta argumentos contrarios, porque desea imponer sus soluciones, “cueste lo que cueste”: el miedo a la racionalidad acabaría ahogando las libertades, si los jueces no se mostraran impávidos ante pretensiones y presiones fundadas en bellas palabras sin contenido real, que celan una mentalidad antidemocrática: la descalificación radical de toda disidencia.

 
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