Más vale sufrir la violencia islamista que practicar la islamofobia

Militantes del Estado Islámico en Siria.
Militantes del Estado Islámico en Siria.

He propuesto un titular relativamente irónico, con cierto sentido crítico respecto de análisis intelectuales que recuerdan la famosa paradoja de colar un mosquito y tragarse el camello. Muy temprano, cada mañana laborable, entra en mi buzón electrónico la newsletter Le brief du Monde: anuncia y resume informaciones de la edición impresa que no pocos leerán a la hora del aperitivo en terrazas de los conocidos bulevares, una escena más típicamente parisina que pasar el diario digital página a página, disponible para los abonados que no van al quiosco. 

Hace pocos días incluía una noticia de Pakistán: varias iglesias quemadas después de una acusación de blasfemia. Cientos de personas armadas de bastones y porras dieron fuego a templos de un distrito de Faisalabad, al este de la república, como reacción ante blasfemias contra el Corán atribuidas a una familia cristiana, según la información de Al-Jazira. La muchedumbre vandálica atentó también contra un cementerio y una oficina del gobierno local. Menos mal que la violencia no causó heridos.

Curiosamente, el acusado es analfabeto. El dato vendría a confirmar que se repite una vez más una de esas imputaciones que no obedecen en absoluto a razones religiosas, sino a intereses materiales como hacerse con tierras ajenas, cuando no se trata de violencias relacionadas con matrimonios forzados. Todo, amparado por la ley de la blasfemia, como se conocen los artículos del vigente código penal paquistaní. En esta ocasión, la información sobre los disturbios ha llegado más a los medios occidentales, porque se difundió el vídeo grabado, según parece, por algunos de los propios agresores.

Casi simultáneamente, un amigo me enviaba la tribuna publicada en washingtonpost.com por Rosalie Silberman, que fue juez del Tribunal Supremo de Canadá: una adaptación de su discurso al recibir el premio de la World Jurist Association el pasado 21 de julio en Nueva York, en memoria de Ruth Bader Ginsburg. Se hace eco del debate actual en tantos países, especialmente del área anglosajona, sobre la independencia del poder judicial, ante sentencias recientes relativas a la defensa de personas o minorías discriminadas.

La polarización que se observa en la vida pública de Estados Unidos y Canadá se manifiesta con toda su radicalidad en el aplauso o la crítica de esas decisiones jurisdiccionales, a partir de planteamientos e interpretaciones ideológicas distintas. Está en juego la identidad misma del juez, que en el sistema anglosajón no se limita a aplicar la ley, también por la fuerza de los precedentes y del derecho consuetudinario. No es fácil el equilibrio entre la independencia y lo que los críticos consideran autocracia judicial.

Rosalie Silberman sufrió en su propia familia el estigma de la inhumanidad, desde su nacimiento en 1946 en un campo alemán de personas desplazadas, hasta la situación de refugiados en Canadá desde 1950. Muestra su temor ante tendencias sociales que pueden configurar un clima contaminado por la insensibilidad, el antisemitismo, el racismo, el sexismo, la islamofobia, la homofobia y la discriminación en general. Aboga por la necesidad de un estado de justicia, más allá del estado de derecho, al servicio de la humanidad, con especial protección de los más vulnerables.

Tiene toda la razón, pero me permito añadir un elemento a su síntesis: ojalá su grito llegara también a la defensa de uigures y rohinyás, y especialmente de esa infinidad de cristianos verdaderamente anónimos esparcidos por tantas regiones de África y Asia. Los autócratas cuentan con la capacidad de olvido en una sociedad regida por la información instantánea y pasajera. Lo favorece también involuntariamente un rasgo original y único del cristianismo: la connaturalidad del perdón como signo de identidad diferenciador de los demás creyentes que se confiesan hijos de Abraham. Y, en fin, no se puede olvidar la justicia catódica de nuestro tiempo: la dinámica de la opinión crea paradojas como la de convertir en verdugos a quienes recuerdan a víctimas inocentes: algo así como si la jerarquía católica, al beatificar a mártires españoles del siglo XX, debiera pedir perdón por haber causado la barbarie miliciana.

 
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