El sentido de la vida en las relaciones laborales del mundo desarrollado

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Un lugar de trabajo.

Nunca me ha gustado la expresión “mercado de trabajo”, menos aún cuando, en una etapa de mi vida, cultivé el derecho laboral. La ley de la oferta y la demanda no sirve para todo, ni menos aún para las circunstancias prevalentemente personales. Y la realidad es que están cambiando, a mi juicio para bien, muchos datos que estaban en el origen de las políticas sociales.


    A la salida de la pandemia, se observa cómo crecen tendencias en las jóvenes generaciones. Una de estas es el rechazo del trabajo como fin en sí mismo, o con la única finalidad de conseguir dinero. Cada vez cuentan más las características del empleo, su componente completivo de la personalidad, la posibilidad de crecimiento humano, la satisfacción ante un servicio prestado con visión universal.


    A los mayores nos asombra que tantos jóvenes cambien de trabajo con frecuencia y no tengan prisa por encontrar uno nuevo. Muchos querrían que sus hijos tuvieran algo que les “solucionase” la vida. No entienden –como tampoco gobernantes que apuestan por el mero trabajo indefinido- que la temporalidad es un signo de nuestro tiempo, facilitada además por las prestaciones propias del estado del bienestar: renta básica o mínima, cobertura del desempleo, sanidad universal, formación profesional gratuita, etc. 


    Además, quienes prefieren la seguridad a la antigua usanza, cuentan si quieren con la hipertrofia de las administraciones públicas y el consiguiente aumento de plazas de funcionarios, jurídicamente inamovibles. Por si fuera poco, y al margen de identidades políticas, se repite ahí el fenómeno del tránsito de lo interino a lo definitivo, sin apenas esfuerzo personal añadido, algo muy probablemente injusta.


    Toda ley “integral” moderna que se precie, aparte de entrar a saco en infinidad de normas vigentes, crea un órgano administrativo, un observatorio, una agencia, un sistema de vigilancia y control, que suele añadirse a lo ya existente. Además, impone tareas inútiles a millones de personas, mientras siguen creciendo los males que se desean erradicar.


    Así, una queja no infrecuente de los profesionales de la sanidad –pública y privada- es el exceso de tiempo burocrático, en detrimento de la función propia del cuidado de los enfermos. Desde luego, en la sanidad serán necesarias cada vez más personas, por el envejecimiento de la población y el progresivo aumento de la esperanza de vida. Se trata de profesiones hondamente vocacionales, que merecen de la sociedad y del estado más reconocimiento y apoyo, y no sólo aplausos admirativos. La persistencia de viejos modelos está en el origen de la exasperación de tantos facultativos que ha dado lugar a huelgas insólitas, como las de enfermeras británicas, por vez primera en su larga historia; o la de los médicos liberales franceses que cumplen con abnegación buena parte de la tarea que en España asumen los ambulatorios urbanos y los médicos rurales.


    En el campo educativo, la pirámide demográfica explica la disminución de alumnos. El mundo desarrollado aseguró en el siglo XX la universalización de la enseñanza primaria. Más de uno recordará aquellos comienzos de curso en grandes ciudades en que, como consecuencia de las migraciones, fue preciso improvisar con barracones y prefabricados. Pero el problema comienza a ser el contrario: habrá que cerrar aulas y escuelas. No tengo datos de España, pero en la rentrèe francesa del próximo septiembre, se estima que habrá 70.000 alumnos menos, y se amortizarán 1.500 plazas de profesores. Un alivio quizá para las autoridades: las condiciones de trabajo atraen cada vez menos a los candidatos a completar los claustros.


    La crisis afecta también al trabajo femenino. Eslóganes aparte, no hay  obstáculos de relieve a la paridad, excepto por un hecho relevante, que seguirá resistiéndose a las ideologías: la maternidad. Se ha discutido mucho estos días en la Asamblea y en el Senado franceses, ante una reforma del régimen de pensiones que va a penalizar especialmente a las madres de familia. Parece prosperar la idea de que se cuenten como años “cotizados” los tiempos en que las mujeres gozaron de permisos y prestaciones de maternidad.


    La vida humana puede tener pleno sentido sin paternalidad, objeto de muy nobilísimos deseos matrimoniales. Pero rara vez la condición de padre tiene consecuencias comparables a las de la madre. De ahí la necesidad de una desigualdad jurídica, para facilitar que ambos aspectos –trabajo y familia- contribuyan a la plenitud de cada vida. Me parece mucho más importante que el avance en paridad en las instituciones políticas o en los consejos de administración de las grandes empresas...

 


    Al cabo, el reconocimiento social y jurídico de estas profesiones, se proyectará también en el de todas las tareas indispensables en la vida moderna: está en juego el sentido del trabajo personal, y no sólo las diversas facetas de la responsabilidad social de la empresa o la realidad de servicio en las administraciones públicas.

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