A de Atxa, Z de Zalacaín – Una comida en el nuevo Villamagna y divagaciones sobre la cocina de autor

En tiempos no tan antiguos, los viernes eran días tradicionalmente dedicados a la penitencia y la abstinencia de carne pues no en vano Jesucristo murió en viernes. No puede decirse que abstenerse de carne un día a la semana sea una medida de dureza excepcional, pero de alguna manera la Iglesia es sutil pues lo cierto es que los viernes de cuaresma son los días del año más propicios a que uno se encuentre en Aranda de Duero rodeado de letreros que dicen “asador” y con la sugestión evidente en el alma de que en ese momento lo que necesitamos justamente es un buen cordero. Hoy los viernes no son días muy penitenciales.

Valga esta introducción para decir que acaba uno de volver de una de esas comidas que se alargan plácidamente hasta la hora de cenar y que, en la menos enfática de las descripciones, sólo puede calificarse de ambiciosa. Invitado a comer a un buen lugar de mi elección, pensé en la sabiduría de Zalacaín e imaginé hasta qué punto no sería grato apurar uno de esos Burdeos cuyo aroma –sobrio, complejo- se eleva hasta el cielo como el humo de los sacrificios. Era lo que a uno le apetecía. Creo que Zalacaín es el lugar en que mejor se come de Madrid, y no por tradición, historia, servicio o sala, aunque todo eso sume –y sume mucho. Hay, ciertamente, un atractivo en Zalacaín, algo muy distinto de la alharaca a la que se le da el nombre de lujo. Y, con todo su atractivo –su ethos característico, digamos-, y su consolidado simbolismo, lo mejor de Zalacaín es su cocina: clasicista, inagotable, me temo que ya modélica en Europa. Un dato a su favor: en tiempos de estrategias de comunicación, no hace nada para llamar la atención sobre sí mismo. Creo que culinariamente sobrepasa a toda propuesta radical de cocina de fusión o de cocina molecular que pueda encontrarse por aquí –es decir, a la mayor parte de grandes aperturas de bastantes años a esta parte. En su cocina no hay ningún cansancio a lo Jockey o anacronismo a lo Ritz –y son sitios que a uno le gustan mucho.

Con todo, de lo verdaderamente bueno puede decirse muy poco -es difícil escribir nada inteligente de Cervantes-, así que deseché la opción Zalacaín y fuimos al hotel Villamagna, donde Eneko Atxa (sic), un joven cocinero vasco, se encarga del comedor desde que se reabrió el establecimiento. Así no tenía uno que esforzarse en escribir. Atxa tiene una estrella en Azurmendi, con el mérito de que se trata de un macrorestaurante para bodas y demás. En el Villamagna, sin embargo, su cocina tiene precio de dos estrellas.

Lo peor de la gran cocina contemporánea es que uno sabe exactamente qué esperar –todos sus trucajes y sorpresas- de modo que, con un poco de experiencia, es fácil tener cierto desaliento previo. Es fácil criticar el atrezzo y la retórica pero también tiene un punto injusto: en general, hablamos de cocineros de enorme formación, de técnica y sensibilidad y un asentamiento en la tradición elegida. El problema es que la experiencia se vuelve anhedónica: es una cocina que, al estimular la capacidad crítica, quita lo jocundo y primigenio del comer. Al tiempo, la cocina es ámbito conservador e innovar –no fusionar- de forma plausible es en verdad dificilísimo pues casi nunca compensa. El corolario de la decepción es que, además, se paga a precios imposibles. Aparte queda, ya digo, la crítica de costumbres –la alta cocina como hobby vulgarizado, etc. Tampoco creo que la cocina de autor sirva para formarse con solidez un paladar. En cuanto a la retórica aludida, sólo dos muestras: el propio nombre del restaurante “Villa Magna by Eneko Atxa”, algo ya común pero no por ello menos inexplicable, o el hecho de que la camarera, al retirarse a medio servicio, se despida no porque ya se marcha a casa sino porque ya se marcha “a su hogar”. En cuanto a la cocina de Atxa –hay un corte de cocina Michelín y la suya está ahí-, genealógicamente se inscribe en una tradición muy vasca en materias primas –mar, huerta, caza- con aportes de alta técnica; en definitiva, la nueva generación vasca, algo así como los nietos –hay otra generación entre medias- de Arzak. Tiene un punto de desenfado –el atreverse con todo- y esas ganas de impresionar que no son sólo propias de todo joven con talento que desea mostrarse sino que además son sobre las que pivota toda la cocina de autor. El sistema, así, está hecho para debatir hasta la eternidad sobre personalidades, sensibilidades, cambios de carta, altibajos y demás –uno puede arruinarse en el proceso. Prima la personalidad sobre el mercado. Lo que quiero decir es que, respecto a Zalacaín, es un cambio de paradigma. En fin, Atxa destaca por su interés por los caldos concentrados y su experimentalismo con los aromas.

La propia idea de menú degustación, por ejemplo, que permitía un banquete completo en que se mostraban todas las habilidades del cocinero a la par que se racionalizaba el servicio, es algo que puede degenerar o al menos llevar a cierta decepción. Oscila entre las propuestas de riesgo y los valores seguros y así, no siempre muestra todo el repertorio de una cocina y, sobre todo, no permite el juicio que permitiría cierta continuidad en las visitas comiendo a la carta raciones enteras. Por otra parte, el paladar humano conoce limitaciones, y hay posibilidades de saturación o desconcentración que además son compatibles con que lo exiguo de las raciones apenas permita formarse idea completa. El ritmo también puede ser un problema: en Atxa ha sido tan rápido que era difícil explicárselo –y el gusto exige tiempo. Otro problema no menor de los menús degustación –y, cuestión aparte, en la cocina de autor- es que se hace muy difícil de maridar con vino. Esa es parte de la anhedonia.

La de Atxa ha sido la inauguración más ambiciosa en lo que va de año. Él está en el País Vasco y ahí hay riesgo de irregularidad pero lo cierto es que en absoluto se ha notado su ausencia. Ahora bien, creo que no es un lujo el pedir que el cocinero esté presente. Muchas veces, estas colaboraciones-asesorías-propiedades a distancia dejan de funcionar bien a medio plazo. Hay amplia experiencia al respecto. El del Villamagna ha sido un envite muy grande en una época en que, de estos sitios, sólo funcionan, y con pena, los de mayor arraigo –acabamos de ver a Arola anunciando Berberana. Había dos mesas, y un restaurante no puede funcionar así por mucha musculatura financiera que haya para sostenerlo. En fin, hay que decir que el Villamagna es el hotel más descocadamente lujoso de Madrid; la renovación es de una calidad excelente en términos absolutos: tiene algo de exceso frío, y no sé si la gente la ha entendido bien. Por supuesto, Hugo Chávez no podía elegir otro hotel; tampoco los árabes: el modelo de hotel-ciudad a la americana, sin incómodos posos de tradición decimonónica ‘gran Europa’. En todo caso, es tan lujoso como parece, cuando a otros –algún AC de fama- se les ve el racaneo. Su inspiración ‘understated’ años cincuenta es algo en verdad singular a escala tan faraónica. El servicio, casi siempre nacional, tiene un curioso poso de experiencia y calor humano, algo que sorprende en este lugar. El Yang-Tsé, el chino del hotel, tiene el merecido éxito de siempre, y Atxa vino a sustituir a Le Divellec, que nunca cuajó.

Tras unos dry-martinis en el bar, pedimos sendos finos en el restaurante –un Tío Pepe ya pasado. Pese a todo, lo tomamos. Antes de seguir con el vino, y empezado el menú, hubo que pedir un gin-tonic de urgencia para elevar el ánimo y predisponerse con todavía mayor gozo. Había que aplacar la sed. El restaurante es luminoso, lo cual parece ensancharlo, en la línea de acierto decorativo del hotel, y con un espacio entre mesas en el que podía jugarse al balonmano. En cuanto a la carta de vinos, es completa en zonas y hay gran elenco de precios pero no hay más añadas que las más recientes, y eso imposibilita mucho. El maître ejerce sólo a medias de sumiller, y el servicio del vino no va más allá de la correcta corrección. Para acompañar el menú habíamos pensado en champaña y vino tinto pero al final sólo tomamos champaña pues era algo de paladeo demorado: un Bollinger Vieilles Vignes Françaises del 96.

Es rarísimo dar con una botella –son inencontrables. Las dos mil o tres mil que hay son muy buscadas –la que tomamos es la última que les quedaba. Se considera uno de los mejores champañas que hay. Es una consideración totalmente desapasionada y justa. El 96 estaba perfectamente hecho, en pleno altiplano, con enorme vida por delante. Sin reducción. No es un champán casi metafísico a lo Salon, ni una audacia de pequeño productor. No es difícil aunque no tiene el matiz juguetón, universalmente asequible, del Cristal. Es intensamente vinoso, quizá más voluminoso, menos fino que un Krug de añada, sin que esto en absoluto sea un demérito. Por supuesto, muy por encima de Dom Pérignon, La Grande Dame y la Cuvée Sir Winston Churchill de Pol Roger. Es en verdad impresionante y hubiera sido mejor tomarlo solo, sin comida, en un mano a mano. No dejo de pensar en él –tanto equilibrio y renuevo de una voluptuosidad tras otra, un vino ‘aleph’.

Conviene detenerse un tanto. Bollinger tiene la reputación de ser la gran casa más seria de la Champaña –la más fiable. Su cuvée normal es el canon, siempre con adición de vinos de reserva. Tradicionalmente, Bollinger ha tenido mala fama por el tipo de gente que lo tomaba, pero eso al vino ni le da ni le quita. Sus añadas y su R. D. son en verdad excepcionales y –curiosamente-, aunque sean caros, son de una excelente relación calidad precio. En toda la gama hay, además, una marca de la casa muy perceptible –su propia cuvée normal es de larga guarda, por el roble en que fermenta. Sus prácticas son tradicionalistas. Son champañas clásicos y de una cierta fuerza, la estructura de la pinot noir, que el tiempo amansa en sensualidades increíbles. El viejas viñas francesas viene de un par de viñedos sólo de pinot noir –es un blanc de noirs- junto a la casa fundacional; viñas de pie franco salvadas por milagro de la filoxera. Ahora estamos tomando una reliquia ya pues uno de los viñedos fue devorado por la filoxera hace muy pocos años –de modo que volver a tomar este champán será casi imposible, por escasez y precio. De alguna manera, pese a las prácticas tradicionalistas aludidas de la casa –el degüelle, el reposo con corcho-, el viejas viñas es una rareza en la esencia de la Champaña –la mezcla y la menor importancia del pago concreto, aunque esto lleva tiempo cambiando.

 

De vuelta a la comida, el “Menú Evolución” (ay…), comenzó con un aperitivo de cremoso de patata con caldo de jamón concentrado y flores primaverales –imagino que, en unos años, se concretará la especia botánica en latín. El menú siguió así:

-         Huevo de caserío cocinado a la inversa con jugo de trufa. El ‘cocinado a la inversa’ alude a la inyección de caldo caliente de trufa en la yema cruda. Un clásico de Atxa, reinterpretación de un clásico mundial. Sedoso, más suave y menos intenso de lo esperado. Nota: esta carta de Atxa no es especialmente “de mercado”.

-         Ostra con gel de mar, Salicornia y aromas naturales extraídos del mar. La Salicornia está muy de moda ahora para tomar con frutos del mar como ostras y percebes. No venía en el menú que nos imprimieron pero había también tremela, una especie de hongo que, como la oreja de judas, crece en la corteza de los árboles. Todo contribuye, Salicornia y tremela, a acentuar lo salino. Con “aromas naturales extraídos del mar” se refieren al matraz con caldo de moluscos y agua traída tres veces por semana de una cala de Vizcaya (antes de Cantabria, me preguntó por qué el cambio) que, al verterse sobre el plato, forma una especie de humo o vaho del que deberían avisar pues hay quien podría sufrir un infarto. Se trata de reproducir un golpe de mar. Efectos especiales, lejos de las opíparas bandejas con docenas de ostras y venga a tragos de vino. Por cierto, la violencia de la reacción hacía que la ostra se moviera sin parar –y de fondo había una grava que va contra la norma de que todo lo que venga en el plato ha de ser comestible.

-         La Huerta. Es un clásico de la casa. Una emulsión de tomate kumato envuelta en remolacha seca, con nanovegetales por encima y algún microtubérculo oculto en la emulsión. Refrescante y sabroso, perfectamente salteados los nanovegetales, a los que me refiero así porque los llaman así. Se llama La Huerta porque lo que busca es reproducir una huerta. Le dije a la camarera que faltaba algún pulgón. Estaba rico pero me parece tonto tomarse algo así en serio –o plantearlo.

-         Vainas con patatas. Verde intenso, casi fosforito, que se repetiría al plato siguiente –y la regla es no repetir, no repetir nada, la cocina de autor cuida lo pictórico de cada plato. Sorprendente y bueno, absolutamente hortelano. Las patatas, soufflées, rellenas de crema de ajo. Me pareció, en su modesta sencillez, de lo mejor. Ahora, es curioso comer las vainas que han tirado los más pobres de los pobres en un hotel de cinco estrellas…

-         Bogavante asado con refrito de hierbas refrescantes y recuerdos de té ahumado. Más que recuerdos entra dentro de las “presencias reales”. Da la sensación de estar ante hogueras homéricas. Algo muy impactante y capaz de despertar atavismos muy básicos. Pura leña. El bogavante, en esto, quedaba algo falto de presencia, por el exceso de lo otro.

-         Bacalao con su propio caldo concentrado y untuoso de calabaza. Tan delicado que quizá le falta algo de ‘punch’, pero muy bueno. Un acierto el aporte de la calabaza para un plato neovasco.

-         Pichón sobre ‘rama de cerezo’. El muchacho lo presentó como ‘una alegoría de la naturaleza’. ¡Dios del cielo! La rama de cerezo era yuca teñida de cereza; había también cereza natural y una pechuga de pichón rica y en su punto –el hermoso color de su carne se aliaba al color del plato. Los sabores de la cereza aportan la acidez necesaria; la yuca –carbohidrato al fin, y muy basto- aportaba sólo decoración; quizá hubiera mejorado con alguna patata excelente y nueva.

-         Fresas y rosas. Creado, al parecer, para una party de Louis Vuitton. Género frívolo-elegante. Vuelven otra vez con un matraz humeante de esencia de rosas y champagne, y nos lo ponen bajo la nariz. Este no hay que beberlo, al contrario que el golpe de mar de antes, que se podía beber. El postre era sutil, dulce y delicado –pétalo azucarado, emulsión de rosas, etc.

-         Piel de cacao texturizado con fluido de chocolate y pasión. La descripción no se ajusta al plato, que incluía también helado, lágrima y buñuelo de chocolate, en una gradación de sabores puros e intensos verdaderamente memorable y propia de ese chocolate en que la alta cocina debe dar el do de pecho por tradición.

Sorprendentemente, terminamos con algo de hambre los dos comensales. Tras los petits fours, tomamos el café y un armagnac muy fino, Laberdolive 1989, con unos puros en el club de fumadores que hay en la Casa de América, y en cuya cava dan ganas de pasar la noche. Sirven también un café de Colombia excelente. El muchacho que dirige y atiende es óptimo por conocimiento y corrección. Tardes de placidez de los viernes.

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