Brevísima historia y leyenda del café – lamentación del café espresso – el café tal como era

Era en algún lugar entre Arabia y Abisinia que los monjes pastores vieron bajar a las cabras del monte con rara agitación en los balidos. Se daba por la zona una planta arbustiva llamada cahúa o -más modernamente- café. Con espíritu científico, la autoridad del monasterio empezó a suministrar una cocción de aquellas bayas a los monjes para evitar cabezadas en la oración.   Desde entonces, el café o kavé, “une liqueur arabesque, / ou bien si vous voulez turquesque” figuró como leyenda en los relatos de viajeros que desde el siglo XVII dan noticia de la costumbre mahometana de beber cierto preparado amargo y negro. Ya en Marsella, hay testimonios de un monsieur de La Rocque, tocado de esnobismo orientalizante, que se había hecho traer mesitas bajas, narguilés y café -café que bebía sentado a la turca. El café tuvo en su contra el color negro –color infernal- y sólo lo asentó como moda un turco de opereta, bigotudo y gigante, que hacia 1670 oficiaba de embajador de la Sublime Puerta ante el rey de Francia, a la sazón el glorioso Luis XIV. Pueblo sufrido y emprendedor, los armenios abrieron los primeros cafés de París –y París es aún hoy donde se encuentra el mejor café, el más ortodoxo y antiguo de Europa, aunque nadie le atribuya esta fama.   La historia dice que los armenios se arruinaron y que hubo que esperar a la defensa de Viena en 1683 para que el café –el trigo turco- sirviera para ganar algún dinero en la misma corte que también comenzaba a fumar tabaco en conexión –oh glorias de Austria-Hungría- con Venecia. Francesco Procopio del Coltelli decoró entonces con espejos un local de París para tener mejor suerte que los armenios. El Procope hoy sigue donde estaba aunque ahora sirvan mariscos y no ratafía, marrasquino, hipocrás, rosolí, limonadas, zumos y sorbetes. Como se sabe, al Procope acudieron en conspiraciones nocturnas Danton y Marat y un joven de apariencia pacífica llamado Robespierre, dedicado entonces a aclarar su tez con una estricta dieta de naranjas. Los cafés han estado presentes desde entonces, para nuestro mal, en todas las revoluciones: al respecto hay mucha literatura, pero quizá había más sensatez en los salones donde se servía chocolate.   En España, en los tiempos modernos, el tueste del café ha sido algo muy local: cada provincia tiene sus empresas y por lo general cabe decir que es mejor en el norte que en el sur y en la costa antes que en el interior. El café perfecto no existe porque no existe el café tomado en condiciones abstractas e ideales; para las fábricas honestas, la preocupación es conseguir un cierto estándar a fin de que el café no tenga gusto distinto según las semanas o según las partidas. Esto, hay que decirlo, se consigue pocas veces y, aunque no se sepa, lo común es tomar café de Vietnam y de otras procedencias sin prestigio. Es un submundo de sucedáneo y de ersatz, con consecuencias muy claras: hemorragias gástricas, dispepsia, ulceraciones, malhumor funcionarial, ardor esofágico, hernia de hiato, ansiedad, discontinuidades en la evacuación y todo género de desórdenes que –seguramente- incluyan el cáncer. Suena un poco radical pero es así. En España ha tenido culto secreto el café portugués, de potencia casi nuclear – una bebida muy brutal, según nuestro gusto.     El torrefactado, en principio, es una estafa consistente en cobrar azúcar requemada a precio de café – pero contra esto está la realidad de que a los españoles les gusta el café invasivo y abrasivo, la degeneración del espresso en máquinas de fiabilidad escasa, molido al azar y cargas irregulares. La perfección es difícil –quizá es irreal- pero, como Balzac, “tomo café en cantidad suficiente como para poder observar sus efectos a gran escala”. Isidro Fernández Atienzo, en su “Discurso médico y phísico, agradable a los médicos ancianos y desperado para los modernos, contra el medicamento caphé”, sostiene también tesis funestas sobre su consumo –como si hubiese visitado los bares de las gasolineras o el Starbucks. El justo medio tal vez estaría en beber menos café –bebemos muchísimo- y cuidarlo un poco más. Por otra parte, la atracción física de la cafeína es de tanta importancia que a veces es mejor beber mal café que no beberlo. Como en todo, el afán de perfección absoluta –de perfección irrealizable- lleva a la frustración y a la melancolía. Yo al café le digo que sí incluso cuando le digo que no, por más que el gozo está en olerlo y no en beberlo igual que tantas cosas son mejores cuando se anticipan y se anuncian o hay menos placer en saber que en sospechar. Con el café ya no se puede ser muy estricto o exigente.   Italia se lleva toda la gloria del café tras el invento –fascista- del café espresso. El café espresso consiste, en esencia, en hacer pasar agua hirviente o muy caliente a través del grano molido, de tal modo que no hay infusionado sino una extracción brutal que impregna el agua de sustancia: en general, lo que se consigue es un brebaje uniforme y previsible, que aniquila todas las diferencias sápidas entre un café de Brasil –más fuerte- y un café africano deliciosamente raro y ligero. Hace ya unos quince años que se pusieron en el mercado unas cafeteras no italianas, con émbolo, que propician un infusionado más lento y más pacífico, menos agresivo, y que devuelven al café a su origen y a su disfrute en los felices tiempos coloniales; es decir, algo mucho más parecido al té, con matices cítricos y florales, acidez nobilísima y una apariencia visual que excluye el brillo del torrefactado y da matices de color castaña o caoba, de aspecto más acuoso –como algunos borgoñas viejos. En este estado de idealidad, el café ya casi pide un habano y un sombrero panamá: es un líquido menos agresivo que vuelve a ser la infusión “que faltó a Virgilio y adoró Voltaire”. El café espresso resulta una invención portentosa para el café malo y una humillación para el café mejor: pese a todo, la aportación de la cafeína aún nos mantiene lejos del club de los pusilánimes de la manzanilla y la menta-poleo.

 
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