Casa José - Aranjuez, revisitado

Conviene hacer cuanto antes el elogio de Casa José, aunque sólo sea para instar a las autoridades competentes a su declaración de utilidad pública. Ahora, en primavera, es un momento especialmente indicado para ir, con la huerta de Aranjuez rebosante como una tierra prometida y las fresas del lugar –cremosas, untuosas, delicadas, dulces- en las postrimerías de su temporada. Como las rosas de los barrocos, estas fresas nacen y mueren en el día.

Frente a la bolsa de egos de la cocina de autor, Casa José ha logrado ser algo así como una academia invisible, una institución de civilidad que ha contribuido a que Aranjuez mantenga y recupere la tradición de su huerta pese al arrecio de los sucesivos planes urbanísticos. Es todo un ethos de restaurante, fruto de una continuidad familiar que ha propiciado a través de las décadas el paso de la taberna popular a la estrella en la guía michelín, en un contexto particularmente dado a amarguras como es el de la hostelería de los enclaves de turismo y esos pueblos en los que, si uno quiere prosperar, todo el mundo espera su caída. A un sitio como Casa José, la estrella michelín le es de particular utilidad para llenar la sala cada día con público extranjero bien informado y bien provisto.

Ciertamente, un restaurante como Casa José responde bien a cierto modelo michelín muy francés: un mesón algo apartado y arraigado en una tierra. En Francia, hace años que se practica el esnobismo de las solanáceas –el típico vizconde que cultiva cientos de variedades de tomate-, se admira mucho al cocinero hortelano y se llega al éxtasis no con la becada en canapé sino con una remolacha bien lograda. Casa José responde a este modelo con el añadido de una sala burguesa y cierta bonhomía española de corte tradicional. He ahí un restaurante excelente que en ningún momento parece pretencioso (ni siquiera cuando el menú anuncia una “ensalada no cruda” que hubiera hecho alzar la ceja al mismo Jakobson).

A Casa José se va, ante todo, a dejarse llevar por el “furor hortensis” de la carta. Un extra de gozo, por cierto, es que posiblemente es el restaurante ‘estrellado’ de mejor precio de la Comunidad de Madrid. Su menú de degustación de verduras –del todo modificable por el cliente, y mudable mes a mes por la estacionalidad de la huerta- consta de dieciséis platos: obviamente, el hecho de que la mayor parte sean verduras propicia que nadie muera de sobreingesta. Aquí cada cosa sabe a lo que tiene que saber, con una honestidad ya olvidada –como hablamos de verduras y hortalizas, estamos casi siempre en la liga de la sutileza, de la ligereza, del matiz, de los sabores a veces más terrosos y a veces más puramente vegetales. Un guisante es un guisante pero un espárrago puede ser muchos espárragos –los hemos tomado como ‘pericos’ sobre crema de ortigas y praliné de almendra, fritos y en tiras en crudo. Cada verdura vuelve al sabor que tenía el día de la Creación, cuando el Génesis retrata el mundo recién hecho. A uno, por otra parte, casi le conmueve su defensa de un género tan olvidado –y tan lujoso- como es la ternera blanca.

Tantos años mesoneros propician la mejor intuición de los deseos del cliente –por ejemplo, en lo que respecta a vinos. Este mes de mayo, Armando nos recomendó un muscadet para las verduras y una de las grandes oportunidades de Saint-Émilion, La Couspoulade, de producción muy pequeña. El 2001, a falta de terciarios, estaba redondeado y suave como un tacto de terciopelo. Lamentablemente, un cliente denunció a la casa porque permitían fumar, y ya no tienen los cientos de vitolas que tenían, pero en cambio regalan las copas de prestigio de antes y después, ahí donde otros las cobran casi en sangre.

 
Portada
Comentarios
Envíanos tus noticias
Si conoces o tienes alguna pista en relación con una noticia, no dudes en hacérnosla llegar a través de cualquiera de las siguientes vías. Si así lo desea, tu identidad permanecerá en el anonimato