Enciclopedia breve de las fotos viejas y el 'bric-à-brac' sentimental - El anticuario de la vida - Un artículo no frívolo

Una casa ha de ser muy poca casa para no tener sus marcos de plata con sus fotografías en ese rincón del salón que está a medio camino entre el 'rincón noble' y el 'rincón íntimo', según tipifican esos códigos de vida contemporánea que son las revistas de decoración. Disponer los altares de las fotos es un uso de burguesía sólida sólo comparable por su arraigo a la misma costumbre de regalar o recibir marcos de plata.

Durante muchos años, uno evitó acercar los ojos a esos marcos en las casas ajenas, en la comprensión de que acercar los ojos era más bien meter la nariz en el calor de una intimidad no nuestra, como si metiéramos el croissant en el café de otro: en las fotos, el tiempo pasa y envejece a la dueña de la casa y, como es obvio, no se toman fotos del dolor sino que se toman fotos de felicidades más privadas o más públicas, lo cual constituye un álbum de pintoresquismo que va desde una entrega de despachos hasta un posado de primera Comunión, gente de boda vestida de boda, licenciaturas en Derecho o el día en que tu hermana se vistió de flamenca -en pleno pavo- con ocasión de una fiesta del colegio.

Como se sabe, toda escenificación de la felicidad humana incluye una pompa más o menos cercana a las mixtificaciones del mal gusto y precisamente uno no miraba las fotos ‘happy’ de otras casas para no tener después esa otra mirada de quien calla un reproche y se esfuerza en el propio pudor ante el impudor ajeno, del mismo modo que estar junto a un borracho nos pone más sobrios. En realidad, quizá haya más sabiduría en que el magno aparato de la felicidad ajena no nos cause vergüenza sino piedad e incluso adhesión y calor de corazón: la vida ya es funeraria como para no condescender amorosamente con las formas de un ‘kitsch’ que por otra parte es universal. Hay mucho de alivio en que el gusto no abarque todas las posibilidades de la moral.

‘Curieux de profession’, hace ya bastante tiempo que me sacudí las vergüenzas y miro las fotos ajenas, exactamente desde que un amigo con vocación cotilla y una educación sentimental basada en el semanario ¡Hola! acercó sus ojos y metió su nariz por entre mis propias fotos de familia, esas fotos de las que no soy responsable pero que no me dan igual e incluso apruebo: me temo que en esas fotos no falta la de alguien en la torre Eiffel si bien me relaja pensar que no habrá nadie sujetando la torre de Pisa. Como siempre, cualquier mirada a las fotos es una mirada al pasado y al pasado sólo cabe mirar con indulgencia, entre otras cosas porque siempre hay mucho que perdonarse, y no sólo las volubilidades del gusto.

En cuanto a la felicidad de las fotografías, basta pensar que una de las grandes bendiciones de la vida es que las felicidades antiguas mantengan su sentido, aunque en ese momento de tirar una foto casi nunca pensamos en la futura trascendencia de alegría o amargura o mezcla de ambas que nos dejará cuando pasen los años y volvamos a encontrarla –todos tan iguales, tan distintos- tras el paso del tiempo y sus borrascas. Valgan esas fotos al menos para reconstruir nuestro paso por el mundo como una arqueología, para palpar el laboreo o adivinación de la muerte en nuestro rostro o en el rostro -tarea más difícil- de aquellos cuya infelicidad sería la nuestra.

Como pequeño 'detour' puede decirse que entre esos formalismos decorativos de la burguesía sólida –clase social en evaporación- aún había un estilo de ornamentación asociado a la ‘casa de militar’, según he oído insistentemente. Hijo de militar no practicante, desconozco si la casa de mis padres figura en ese elenco de ‘casa de militar’, aunque la afición por las borlas y los marcos de plata, el color 'crême anglaise' en las paredes, el afán de simetría y la imaginería religiosa ‘vieja España’ me hacen pensar que sí. Y no sólo no me parece mal sino que me parece muy bien todo eso: incluso las borlas, los marcos, las paredes que emulan las natillas; y aún me parece mejor todo lo que eso conlleva: no ya el honor militar y tener unas fragatas que acojonen sino ante todo una noción de solidez inmune al tiempo, un orden compatible con la libertad, la idea de que cualquier sabiduría social pasa por tener las virtudes públicas y los vicios privados, con o sin ‘piano, estera y velador’, porque esas virtudes son necesarias y esos vicios quizá no sean inevitables pero en todo caso son, y si uno es adúltero no será necio ir a la misa del domingo; al final la coherencia de la vida es compensar. En fin, las casas lo son casi todo porque en realidad siempre es puertas adentro donde sucede lo importante y hay que poner valor en lo doméstico aunque este sea tiempo de poca y mala casa.

Hace años, con frecuencia pensaba en mantener mi casa limpia de recuerdos personales o familiares para dedicarles un cuarto entero, cerrado con llave, como si fuera un santuario de lares, manes y penates, un altar de la memoria de religiosidad primaria pero cierta; un lugar que fuera la pequeña tebaida del recuerdo y concentrara las defensas sagradas de la vida contra el tiempo; un habitáculo, en fin, donde arrumbar precisamente las fotos viejas y los pecios que nos llegan de los vivos y los muertos en tanto que toda vida es ver nuestro naufragio y el ajeno: en realidad, hubiera sido un cuarto visitable como si fuera un museo del corazón, igual que el ejecutivo que quiso ser rocker guarda en un garaje sus guitarras y se reconoce o se proyecta en los caminos de lo soñado, lo no vivido y lo perdido. Conservar, en fin, lo tangible de la intimidad, el significativo 'bric-à-brac' que los años van dejando.  

Al vivir solo casi todo el tiempo en una casa que le resulta grande incluso a mi inmodestia, es curioso que esas fotos de familia –o algún óleo sin mérito- nos hagan compañía de un modo imperceptible y mudo pero real, como vivos o muertos que nos miran y nos rigen, igual que uno siente el arropo físico de los libros de la biblioteca o –en una mañana de poner orden- la música se vuelve una presencia de nitidez absolutamente humana. Desde luego, puede verse ahí a la familia como exclusión radical de la soledad, un tacto ciego y primario, el friso de los rostros que nos miraron en una cuna, quizá comparable –aunque con más hondura- a esas materialidades que nos dan su confianza y de algún modo nos afianzan en la vida porque llegan del pasado y pueden aportar la solidez que nos falta en un momento, formas esenciales de continuidad para saber que la vida no es sólo un desistimiento y un soplo de frío por el corazón: ahí nos quedan los gemelos heredados, un viejo reló, el cárdigan de escribir, un abrigo que de año en año no varió el tamaño de su abrazo, la butaca prácticamente cortada a la medida de nuestra lectura o nuestra siesta.

Esas fotos de familia también son un anclaje sentimental y un recordatorio de significación o el norte debido del corazón: posiblemente por eso no pude pedir con más ilusión como regalo de aniversario un marco doble (de diseño, no de plata) con las fotos de mis sobrinos. Ellos ahora cambian mes a mes esas facciones suyas recientes de Dios, pero en el ‘continuum’ de los afectos –un sentido de transmisión o responsabilidad hacia los sobrinos- hay algo que no cambia o no debe cambiar. Es revelador que el amor tenga siempre ese algo casi corpóreo de preocupación, de ‘sorge’, de afección de ida y vuelta, en un proceso interiormente silencioso, como la madre que no le dice al hijo que se ponga el abrigo porque sabe que le molestará o que debe aprender solo o que no todo puede encauzarse ni depender de su desvelo, ‘e se ne duole la tua vasta maternità’. Y así tengo a los sobrinos presentes en una distancia cercana en la memoria y los considero y pienso en ellos cada día con o sin foto –la foto me mira, no la miro- pero precisamente la foto actúa de recuerdo del recuerdo y vale como amor sustitutorio cuando uno los ve poco aunque sea porque siempre hay que guarecer algo ese corazón donde, tan jóvenes, ya sin embargo están lacrados. En fin, yo supongo que no soy el único al que el cerebro le habla en castellano y el corazón a veces le habla en chino.

 

Otras veces no reparamos en las fotos de familia quizá por esa misma razón por la que no repasamos las tablas de multiplicar o los diez mandamientos, y por esa otra razón que es que todo lo demasiado conocido o familiar nos incomoda como si nos tomaran una radiografía del espíritu y el médico encontrara ahí algo inexplicable. De hecho, en cuanto a afectos familiares, lo más común y quizá lo más sano es la praxis de que el mucho amor no necesita elocuencias o demostraciones excesivas o el pensamiento de que para las efusiones ya está la Navidad. Aun así, cualquiera que busque un sentido no tiene que ir muy lejos para encontrarlo en la memoria. Queda ahí la familia como paisaje -paisaje literal- de la memoria con sentido, es decir, con raíz y orientación, a imagen y semejanza de lo que es la gran casa familiar.

En realidad, es algo que tiene mucho más que ver con la biología que con cualquier especulación espiritualizante: véase que las madres no muy finas lloraban o interpelaban al 'hijo de mis entrañas' y no al 'hijo de mi alma', en la correcta comprensión de que las entrañas son algo de mayor crudeza e inmediatez que el alma, por las mismas razones por las que un dolor de muelas es más punzante que el pozo ciego de una depresión o el desasimiento de la melancolía. Cualquier amor -incluso el amor de Dios- necesita una corporalidad mínima y ahí se puede decir que toda biología es también una teología, como se puede comprobar -por ejemplo- en el embarazo y en el nacimiento de un modo particularmente abultado y plástico, aunque la maternidad y el amor materno tengan luego otras derivadas, fascinantes por lo empíricas.

Sería muy largo hablar de cómo en realidad en cualquier amor hay una tremolación orgánica, con el cuerpo como cauce de las gestualidades del sufrimiento y del placer; o hasta qué punto ha de haber un acomodo físico incluso para el ‘rapport’ simple de una amistad; cómo en realidad nos hacemos a las facciones y estilos de los otros hasta que por un proceso osmótico los consideramos de ‘los nuestros’, igual que el oído se va haciendo a una música. En el siglo XXI, desde luego, la cuestión de las ‘afinidades electivas’ tiene más que ver con la ciencia que con la novelística o la lírica; ahí todo parece ser una coctelería de hormonas y de aromas, y quizá por eso el presente de las artes es de tanta glandularidad y crudeza, no siempre para mal, aunque los ánimos son tan lineales que no hay un cincel dotado de gracia para modelar los álabes de Venus ni hay dolor de suficiente hondura para pintar al Hijo de Dios tiñendo de sangre las ropas de su madre María.

Al margen de esto, repasar esas fotos de familia es detener la mirada en unos parecidos familiares que parecen haberse vuelto sagrados con el tiempo, a fuerza de repetición por herencia, de continuidad y persistencia: esa misma curvatura de una frente, una cierta disposición mandibular, la mirada de la miopía, elcombinado genético enriquecido por el que todavía se sigue el rastro indescifrable –sagrado- de la sangre. Cualquiera podrá ver en sí mismo gestos aprendidos que, en realidad, quizá le vienen de una abuela por el cauce del padre: una manera de mostrar inquietud, el sonido de la risa, esa peculiar inclinación de la cabeza al escuchar, la manera de redondear la ‘o’ o enderezar el fuste de la ‘t’; la misma firma, incluso.

Lo de los parecidos tiene sus extensiones prácticamente cómicas, como cuando uno conocía o, mejor, era presentado a examen a la familia de la novia, y en el acto de civilización que es una comida no resulta difícil ver a la madre y ver a la hija y pensar que la rosa que se sienta a tu lado con el pasar de los años será una coliflor, que lo que hoy es moscatel mañana será  pasa o que la princesa será bruja: es un pensamiento de impiedad quizá inevitable, en parte porque el amor, como falta de respeto, implica una mínima impiedad aliada a la conciencia de que cualquier amor lo podemos estropear con pocos gestos (así que ante todo, mucha ‘sorge’).

Y más allá de la situación de burla, en esa repetición de madre a hija hay una conciencia gozosa de origen y ante todo una proyección que muestra que el amor y el tiempo y la belleza -como también enseñan las fotografías- tienen todo en común porque 'no hay labios con verdadero calor si en ellos no se aloja la presencia de un pasado (…) y la habitación del pasado en el presente se llama nobleza'. Supongo que por este motivo no banal hace tiempo que prefiero las mujeres de cuarenta a las de diecisiete, biologías por lo demás sin elegancia cuando el vestido es la poética del cuerpo. Y ese tiempo que pasa en conjunción con la belleza deja la constatación sorprendente de que precisamente amamos no más que lo que muere y es caducidad y volubilidad e imperfección, materia fatalmente corruptible, cuerpo que ama a cuerpo porque es barro que ama a barro hasta el  último agarrado con la muerte. A efectos de economía, en la vida conviene no remar tan adentro ni, quizá, pensar mucho en la suegra.

Por volver a las fotos, hay un atractivo implícito no sólo en la ilusión de permanencia sino en la ilusión de que un rostro fotografiado es explicable, aunque con tanta frecuencia la foto nos coja en la injusticia de un nanosegundo de mal gesto: un mal gesto que en realidad siempre es un gesto a medio hacer. En general, hay que tener cuidado sin embargo al explicarse los rostros, no sólo por lección de experiencia real sino porque uno ha leído por entretenerse muchos viejos libros de fisiognómica como para saber que cualquier rostro es puro mercurio movedizo y la fisiognómica, por supuesto, tiene el mismo entretenimiento que puede tener la alquimia y, sin duda, su misma verdad -ninguna- y toda simpatía física se despierta o por costumbre o porque sí: digamos que hay cejijuntos que son buenas personas y –por ejemplo- casi todos mis amigos me empezaron siendo desagradables incluso por su aspecto mientras que, por el contrario, las mujeres importantes de mi vida me empezaron a caer bien entre el segundo uno y el segundo cien, porque a veces somos algo lentos (pero ellas lo saben todo antes, como norma general, lo que en cierto modo es un descanso). Y François Cheng habla del rostro ‘en términos de ofrenda’, ‘porque el misterio y la belleza de un rostro, a fin de cuentas, sólo pueden captarse y revelarse mediante otras miradas, u otra luz’. Esa mirada tantas veces demasiado directa de una fotografía de la que recibimos tanto como quizá proyectamos, en un diálogo que constituye un estupor.

Las fotos viejas -y toda foto es vieja- han tenido el mejor predicamento en la poesía más o menos contemporánea y en las canciones de la era del pop, en parte porque son ya un universal del sentimentalismo, en versión noble o chirriante, como en otro tiempo lo fueron las oscuras golondrinas o el simbólico amarillo otoñar de una alameda. Aquí valen más canciones que razones. ¿Qué no hubiese dicho un Garcilaso de la polaroid de su amada? A cambio, Shakespeare afirma en un soneto no necesitar un solo rasgo material para conservar el rescoldo del recuerdo: entiéndase como alardeo de poeta ya que cualquier cercanía sentimental tiene un poso de materialidad precisamente con caligrafías y prendas y fotografías, y gestos y palabras que son aire y sin embargo pesan, y momentos que fueron y por eso mismo -es extraño- permanecen. Todo sedimenta.

En cualquier caso, uno siempre entenderá el animismo implícito de algunas tribus y sectas religiosas que abominan de la fotografía, no tanto como apresamiento del alma sino como la inquietud del instante detenido contra el tiempo, la mirada que nos mira ya sin ojos, el voyeurismo de una contemplación para la que no pedimos permiso, el estupor ante el estancamiento ilusorio de un momento y -por contra- el adensamiento de la carne, la ficción del volumen, la sorpresa de un silencio que nos habla, el conjuro cierto de lo que no varía con las oscilaciones del peso o las erosiones de la edad: esa sustancia de levedad que nos hace los mismos a los cuatro años o a los cuarenta y que en realidad son las consistencias intangibles que definen nuestra dignidad ante nuestros ojos y ante esos otros ojos que o nos miran bien o nos miran mal.

Y en nuestro 'cosero' sentimental, en el cuarto trastero que tiene toda vida, en ese ‘lararium’ que tenemos siempre con nosotros aunque no sea una habitación, está también ese silencio en tono mayor de las fotos de los muertos, de nuestros muertos, muertos en comunión, como si su mirada se hubiese vuelto un vidrio opaco en borrosa cualidad del blanco y negro. Y en ese cosero sentimental también están esas otras pequeñas muertes de los afectos muertos y de las pasiones pasadas y las ilusiones perdidas como se pierden los mecheros, y las novias que fueron y no son: cualquiera tiene ahí un debate interno al ver la cacharrería que generaba el amor con la espontaneidad con que los mítines políticos generan énfasis o la nariz mucosidad, parcialmente velado todo por una ambientación 'end of romance': esas son cosas tan inevitables que ni siquiera hay que perdonárselas.

Por hacer todavía otro decurso, es muy comprensible un propósito de catarsis que nos lleve a ese otro animismo de pensar que romper algo es un pequeño nacimiento, y en mi adolescencia periódicamente me despojaba de fotos viejas, de colecciones, de recortes, de ese anticuario de baratillo que se acumula en la vida por joven que uno sea. Creía así desligarme de las cosas o estar más libre o más dispuesto a otras nuevas, despegando de las viejas ese velcro que es el corazón. Durante años, incluso, viajé sin cámara de fotos porque me gustaba coleccionar casi cualquier cosa salvo heridas y entendía que a las felicidades les bastaba el paladeo del recuerdo y no una constatación visual que puede ser en exceso lacerante: ese momento en que al mirar una foto parece escribirse sola en el alma la elegía, por no hablar de esas otros fotos de una nochevieja de alcohol mal destilado o de las fotos de esas fiestas de cumpleaños que por poco no terminan en tragedia.

Y ahora me encuentro con que debo de haber envejecido o debo de ser más transigente o apegado o fetichista, para no tirar ni una caja de cerillas ni una tarjeta de restaurante o conocido, ni una entrada de espectáculo o folleto de exposición o periódico viejo, pero tampoco -curiosamente- he quitado de mi escritorio una foto de una ex novia, la última y no tan cercana, de la cual hablo con tranquilidad porque no me odia pero no me lee. Y si la quitara, la foto, no habría ningún ultraje a su memoria porque tampoco hay un apego sino quizá una superstición o un animismo, una ceremonia hasta su sustitución, o pienso que podría haber un sentido de injusticia si desaparece una foto con una sonrisa ya que al fin y al cabo la sonrisa es un don de apertura o generosidad o expectativa hacia el mundo, y no está bien borrar ninguna, menos aún cuando tenía un destinatario, y también puede ser que nuestra sonrisa nos redime, o las veces que nos sonríen a nosotros con porqué o sin porqué.  

Y aun cabe suponer que a ella le da igual o le parece bien -creo que lo sabe- esa foto bajo el cristal del escritorio, igual que a mí me parecería bien que hubiera hecho papiroflexia con mis fotos pero, en cambio, me jodería pensar que no se pone mis pendientes. Y quizá esa foto no retirada también me daría un itinerario de Pulgarcito para el recorrido de los afectos propios y la recuperación de mi ‘carte de tendre’ y mi fijarme en ese rostro durante un tiempo si es que perdiera la memoria, igual que podría colegir qué bares o restaurantes frecuentaba a una cierta edad precisamente por haber guardado las cerillas o las tarjetas, o en qué tiendas compraba por guardar las bolsas y los tickets.

Pero el debate interno ante la foto –ante esa foto- es más peligroso y más imprevisible porque hay cosas que mueren sin que sepamos si han muerto del todo: en realidad, son imposibles de resucitar pero quizá hay cosas que se quedan en esa condición de muerte a medias aunque sólo sea porque los afectos pueden ser algo fangosos y no siempre medimos de modo preciso las distancias; también pasa con las amistades ya lejanas o interrumpidas. Siempre habrá un riesgo en pulsar la cuerda y ver qué queda, retomar esa larga conversación que es cualquier forma de amistad.

Y, mirada con frialdad científica la fotografía -como si ese alguien no significara algo o como si su vida no tuviera para nosotros la entereza de una biografía-, habría motivos para preguntarse por qué nos gustó lo que nos gustaba y si eso implica alguna vigencia: si por ejemplo nos gustará algo parecido o gustaremos a gente parecida (y si en eso hay inconveniencia), ya que ahí había una declinación particular de la inteligencia y la sensibilidad, un mundo en buena parte ajeno que de pronto se alinea con el nuestro, el tanteo y el reconocimiento, la carga tremenda de que un cuerpo adquiera una significación que empieza por la belleza y va más allá porque nuestra consideración de la belleza es perezosa o discontinua, aunque al reconsiderar con la vista el 'gloss' de unos labios pensemos que -hombres al fin, y cucarachas- las pasiones envejecen menos y mejor que las corbatas. Y al final puede que haya menos superstición que agradecimiento inexpresable en no retirar la foto hasta su sustitución ceremonial, ya que en toda predilección que merecimos, más segura o más dudosa, hay un punto más allá de la explicación, o quizá es que hay mínimas manifestaciones del dolor que terminamos agradeciendo en la consideración de que -como veo que pasa con los hijos-, donde está nuestra inquietud es también donde está nuestra alegría. Como se ha dicho, mantener el sentido de la felicidad antigua es uno de los grandes motivos de la dicha. A tal extremo lleva reordenar las fotos viejas, o será que el otoño nos pone un poco cursis.  

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