Hermanos de Italia - Repaso histórico-sentimental de la cocina italiana

Siempre he asociado la felicidad a los restaurantes italianos, al momento que comienza tal vez con un campari y termina con ese tiramisù que viene a confirmar que, en cocina, lo que no nació en los conventos, fue alumbrado en los burdeles. Mi prejuicio va un poco más allá y creo que las malas personas no comen spaghetti o –mejor- que la falta de gusto por la pasta es indicio de ser mala persona. En algún lugar se ha escrito que, “en los spaghetti, sin que seamos conscientes, se mastica algo del Dante”. También es fácil dejar ir el corazón para estar de pronto en el país de todas las bellezas: puertos de mares antiguos, caminos de Toscana punteados de cipreses, danzas festivas bajo el emparrado, tantas Italias que llegan a combinar en Bolonia la chacinería y el derecho como el campesino que descubría con el arado la estatua de un dios. La bandera de Italia tiene colores de ensalada y el catolicismo –según el cardenal Biffi- es la religión de los tortellini. A efectos de decencia, es mejor no ponerse preciosos al pronunciar "frutti di mare".

En Madrid hay un restaurante cuyos dueños viajan cada tres días a una cala del Cantábrico para recoger agua de mar e incrementar así –dicen- la experiencia de comer percebes. En otros lugares sirven las ostras con una grabación de olas del mar. Uno se queda con el gesto simple y sublime de picar un poco de albahaca y echársela al aceite: hay una sabiduría sin sofisticación, un gusto lento y consolidado, una autenticidad muy arraigada en cada una de esas mammas cuyos culos “llegan a obstruir un callejón” y que llevan en su caldo genético el instinto de la cocción al dente. “Siéntese, que yo me ocupo”: esto le dijo a Paolo Monelli un mesonero de Pescara, y Monelli dejó escrito que ese menú oral compendia la esencia de toda trattoria. Se ha reprochado el carácter conservador de la cocina italiana pero es que un pesto, como casi todo, empeora si progresa. Con un poco de materialismo, podemos establecer una relación entre el queso pecorino –magníficas resonancias latinas- y los frescos del Giotto que apacentaba ovejas cuando joven. Felices los países bien alimentados.

La diáspora italiana también ha alimentado felizmente a media humanidad: de la botella de chianti con cesta de mimbre a la pizza presuntamente hawaiiana con rodajas de piña, tantas especialidades italianas son “platos menú”, gastronomía viajera y transculturada, con un apóstol allá donde haya un italiano. Del amor a la “slow-food” y la moda de la dieta mediterránea, podemos rastrear más atrás y ver el intercambio copioso de Italia a España, de arroz a arroz o de los figatelli corsos a los figatells –sabrosísimos- de la Valencia española.

Por supuesto, todo lo que es honesto, bueno y sencillo puede hacerse mal y por esta razón existe Gino’s. También hay una tendencia italiana a que todo sea demasiado y Daniel Capó refiere de una pizzería de Nápoles donde el pizzero, de cuando en cuando, se pasa la masa cruda por la axila. No todo es así de “grossolano”: Redi cuenta, nada menos, que “el arte de la cocina llegó a Francia desde Italia (…) cuando tantos italianos acompañaron a la reina Catalina de Médicis”. Fueron gente corrupta e influyente. En la península itálica, ya habían pasado muchos siglos desde que el epicureísmo de la antigua Roma hiciera el elogio del jamón de Marsica, del vino del Piceno o las anguilas de Garda. Siempre apena pensar que el buen Horacio, recostado en su triclinio, no tuviera un habano que fumarse.

En su magnífico libro sobre el arte de vivir en el siglo XVIII, que es el gran siglo del arte de vivir, Piero Camporesi trata extensamente de la delicadeza de los gustos italianos: granizados, helados, aguas de nieve, zumos y frutas novedosas. En una crónica italiana, Stendhal describe a unas damas que toman helado lamentando con frivolidad que no haya pecado en el tomarlo. El XVIII es también el gran siglo del servicio de mesa, con sus jícaras de porcelana para el chocolate. España llega a la perfección chocolatera por pura monomanía pero en Italia añaden o maceran “pieles frescas de cidro y de limón, el olor suavísimo del jazmín; mezclas de canela, de vainilla, de ámbar y de almizcle”. Tenemos ahí un imperio civilizado del gusto. Muchos años antes, Montaigne escribe un famoso pasaje sobre el cocinero de un cardenal, que hablaba de la cocina “con las palabras que se usan para tratar del gobierno de un país”. Más prosaico, Garibaldi afirma entrar en Nápoles como quien se come un plato de macarrones. Italia también haría del convite una institución de la vida civil: al poco rato, suena ya una tarantella.

En el XIX, los campesinos de Manzoni se alimentan de polenta y un noble de Lampedusa arde de amor al ver a su amada comer pasta con trufa. En los Abruzos hay una “panarda” glotona de treinta platos y es conocida la figura del gordo capaz de ingerir mil cappelletti. Todo tiene su reacción, y el futurista Marinetti carga contra la pasta al grito de “los macarrones: ¡puaj!”. Marinetti busca reformular la dieta hacia la agilidad e inventa platos como la 'fresateta' (fragola-mamella). A Marinetti, seguramente muy mala persona, nadie le hizo caso, y los italianos toman todavía pasta cada día mientras expanden su cocina a ritmo de industria. Nos enseñaron a enlatar el bonito y las anchoas y se han extendido con alimentos que no siempre pierden calidad al conocer grandes producciones: salsa de tomate, savoiardi, jamón de Parma, pasta, café, panettone o queso parmesano. Cualquiera que vea las importaciones de Negrini o CBG podrá calmar su apetito de hambre y también de estética. Naturalmente, los italianos saben vender y hay una lengua criolla internacional de la cocina italiana: puede ser prestigiosa, como los carpaccios o los bellinis o los platos a la Cavour, y puede ser tópico-turística con una pizza O Sole Mio.

Hay en Madrid media docena de italianos en los que comer muy bien. Y en alguno también se puede beber muy bien: es un poco decepcionante la mala opinión en que tenemos a los vinos italianos cuando Italia es una bota, sí, pero de vino. Días atrás, abrí con un amigo el que era su primer Barolo: un Barolo del 2000 que todavía debía madurar y que arrancó lágrimas y aplausos a un hombre de temperamento muy templado. Lo mismo pasó, poco antes, con un Chianti Vigna del Sorbo de Fontodi, vinificado para alguna eternidad, llegado a la mesa antes de una grappa que supo destilar conjuntamente transparencia y fuego. Con frecuencia dan ganas de votar a Forza Italia.

 
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