‘Hoc est ego’

Durante el homenaje que se dedicó en París a Jorge Semprún días después de su muerte, dos imágenes suyas flanqueaban la tribuna de oradores. En una aparecía el hombre joven, de pelo oscuro, nariz rotunda, ademán resuelto, con una mirada frontal a cámara. En la otra, el hombre instalado ya en la vejez, pelo blanquísimo, nariz algo flácida por efecto de la mucha edad, rostro de aire senatorial pero despreocupado, la mirada vuelta a algún lugar fuera de encuadre. Dos fotografías: algo raro en velatorios y homenajes, donde habitualmente una sola es la que preside el acto de despedida a quien se ha ido. ¿Por qué dos?

Quizá para subrayar que esa vida fue una sucesión de dualidades. El antes y el después de Buchenwald. El estudiante real y el estucador fingido del Lager. El Jorge Semprún de la legalidad francesa y el Federico Sánchez de la clandestinidad española. Los idiomas español y francés, y sus culturas respectivas, como patrias. El intelectual reflexivo y el político actuante. Siempre desdoblado, no es casual que para una fotografía de 2001, reproducida estos días de nuevo en algunos medios, Semprún posara junto a un espejo o un cristal que calcaba su figura simétricamente, como en un díptico de sí, de su biografía escindida.

Trascendiendo el caso concreto, hay en la puesta en escena parisina de los dos retratos una suerte de memento mori universal, vacío de retóricas, basado en la sencilla confrontación de dos caballetes, separados entre sí por unos pocos pasos y por varios decenios a la vez. En un imposible encuentro de esos dos hombres que son el mismo hombre, como en aquel relato de Borges, ¿llegarían siquiera a reconocerse? Si pudiéramos desalojar nuestro cuerpo y volver a encarnarnos en él después de un periodo largo, es muy dudoso que aún lo sintiéramos como propio. La continuidad en la conciencia es un lenitivo contra el pasmo de la muerte.

La continuidad en la conciencia, sí, frente a los destrozos del tiempo que evidencian los retratos. El escritor Jiménez Lozano, en uno de los collages que forman su colección Recortes del cosero, expuesta ahora en Ávila, acaso haya pretendido formularlo de modo sinóptico. A la leyenda La question du portrait, que figura a la izquierda de la lámina, le acompaña la reproducción en el lado derecho de una pintura en la que un niño duerme plácido, apoyando su cabeza en una mano, mientras la otra reposa mansamente sobre una calavera. En el cráneo mondo ha superpuesto el autor una nota con las palabras Hoc est ego: «Esto soy». Trátese o no de un motivo religioso –existen iconos del niño Jesús en actitud tal–, puede interpretarse también en sentido profano,como una actualización del tópico barroco de la cuna y la sepultura que compendian toda fugacidad mundana.

Puesto que han coincidido en el tiempo el homenaje a Semprún, ilustrado con dos de sus retratos, y mi visita a la exposición de Jiménez Lozano, en la que he visto el collage descrito aquí, se me ha hecho patente en ambas realidades una urgencia común, un mismo frenesí callado, un solo bullir que es a la vez convocatoria existencial de llamamiento único a todo aquel que las mirare. Una convocatoria a la vida. Como si el hombre joven, de pelo oscuro, nariz rotunda y ademán resuelto, posara su mano en el pelo blanquísimo del anciano con rostro venerable de aire senatorial, y le susurrara –y nos susurrara– casi imperceptiblemente por encima de años y distancias: «Esto soy».

 
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