Pío Moa

Cualquier agresión es igual de reprobable, pero no todas las víctimas de este tipo de ataques a la tremenda –aunque lo sean en grado de tentativa–, reciben el mismo caudal de apoyo.

Si el destinatario de los insultos y los mojicones –en este caso no consumados, por fortuna– es un señor que en principio no existe, pero que, cuando demuestra tener entidad corpórea y voz, resulta que lo que hace es blandir argumentos inadmisibles para el cotarro progresista, pues entonces sus conspicuos representantes lo encapsulan otra vez en el silencio y, de condena al desmán de los exaltados, tururú. Lo que habrá que hacer es afinar el derecho de admisión en los recintos propios para que el mal trago no vuelva a repetirse.

Esto último es lo que dio a entender Gregorio Peces Barba, rector de la Carlos III, que es donde se celebró el pasado martes la conferencia del historiador Pío Moa, y donde podían haberlo descalabrado unos energúmenos si la concurrencia no hubiese tenido una reacción pronta y gallarda. Ya antes del acto habían aparecido unos carteles al más puro estilo proetarra, donde se anunciaba con ánimo injurioso: «El fascismo viene a la universidad». Fascismo. La complejidad conceptual de estos esforzados revolucionarios se mantiene invariable desde la Komintern, si acaso corregida y aumentada hoy por el consumo frecuente de cannabinoides.

Como dice Jean-François Revel en La gran mascarada, ensayo que debería ser de lectura obligatoria en el Bachillerato –animo a nuestra prístina liberal doña Esperanza Aguirre a que lo proponga en Madrid, ya que tiene las competencias–, para la extrema izquierda, y también para la izquierda a secas, todo lo que no sea ella misma es directamente fascismo. Una frase tan categórica tiene algo de boutade, por supuesto, pero no deja de expresar un fenómeno cierto. Sin ir más lejos, en España asistimos continuamente al intento lamentable de situar ante la opinión pública al centro-derecha, político o intelectual, en un espacio que no le corresponde.

Pío Moa, para desazón del progresismo estabulado entre las cuatro paredes de sus dogmas intocables, ha osado husmear en una época de nuestra historia especialmente sensible. Podía haberle dado por investigar los usos y costumbres de los trovadores en la Edad Media, pero no, qué mala suerte, prefirió interesarse por los entresijos de la Segunda República, que ahora se nos quiere presentar como un modelo de perfecciones cívicas... a excepción, por supuesto, del «bienio negro» de gobierno reaccionario, al que de forma tan exquisitamente democrática se quiso deponer en octubre de 1934.

Lástima para nuestros idealistas del progreso que las conclusiones de Pío Moa, no determinadas por prejuicios, sino fundadas en el análisis objetivo de los hechos y en los testimonios de los propios actores de la tragedia, nos presenten un panorama oscuro de aquel régimen presuntamente modernizador. Si tan descabellada es su metodología, si tan absurdos son sus argumentos, nada sería tan fácil como darle un buen planchazo historiográfico en un debate público y hacerle callar de una vez por todas. Es exactamente lo que lleva pidiendo el propio Pío Moa desde hace años sin que nadie se anime. ¿Sólo por desprecio?       

La izquierda, sus medios y sus círculos académicos pueden seguir con su conspiración de silencio, y los cuatro fanáticos de siempre pueden continuar con el boicot a sus actos públicos, pero, por mucho que se afanen en su empeño totalitario, seguiremos leyendo los libros y los artículos de Pío Moa, seguiremos asistiendo a sus conferencias. Y estaremos en deuda con él porque con su quehacer nos ha abierto los ojos, en este momento de reivindicación de una mendaz «memoria histórica», para que no nos den gato de fracaso colectivo por liebre republicana de tolerancia y libertades.

Ánimo, don Pío, y adelante.

 
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