El noble oficio del columnismo

Los columnistas somos aventajados observadores de la realidad. Desde nuestra tribuna dejamos claro al mundo que lo único realmente importante es nuestro ego, y que sobre este asunto, no hay discusión posible. A eso me refiero cuando hablo de la realidad, la que rodea nuestras ilustres posaderas. Por suerte, contamos con informadores a los que comprar el crecepelo de la actualidad. Páginas privilegiadas de la historia, a veces, circulan por delante de nuestras narices. Las despellejamos con la pereza del que detesta rebajarse a la profesión periodística, aceptando a regañadientes que quizá, esas primicias pueden adornar con perlas cualquier columna anodina.

A los comentaristas nos pierde el cinismo. Al menos, eso me decía hace un par de noches, en la red social de moda, un experimentado periodista. Pero bien pensado, no nos pierde el cinismo. Nos salva. Qué horrible y cansado sería comentar la actualidad, si tuviéramos que ceñirnos a lo que realmente ocurre, y juzgarlo en su justa medida, sin recurrir a las grandes mentiras que hacen de cada columna una pequeña aproximación a la verdad.

David Randall escribió un buen manual de periodismo, ‘El periodista universal’. Mi preferido. Es interesante, ilustrativo, irónico, y cínico. Tremendamente cínico. Como buen periodista, Randall dedica varios párrafos a arremeter contra los columnistas. Escribe de ellos que son los más raros del periódico, que les falta humildad y que compensan esa carencia “con una vanidad de 24 quilates”. Nada nuevo. Dice que tiene en casa muchos libros que recopilan los mejores artículos de columnistas prestigiosos, y que todos ellos son, al paso del tiempo, “absolutamente irrelevantes”. También se mofa de los columnistas que desearíamos parecernos a James Stewart –lo de George Clooney me parece inconsistente- en la fotografía del periódico, y de los que creemos que los pequeños acontecimientos personales de nuestra jornada pueden tener algún interés para el resto de los mortales. En el retrato de Randall sólo echo en falta alguna mención a las dos grandes pasiones confesables del columnista: la cerveza y la penumbra.

El veterano reportero británico termina su capítulo contra los columnistas con una de esas anécdotas periodísticas que apasionan al gremio. La de Bob Considine, que en 1973 escribió una de las columnas más breves de la historia del periodismo: “Hoy no tengo nada que decir”. Un genio, Considine, que con su escueto artículo demuestra que no es incompatible resultar divertido y petulante a la vez. Concluye Randall afirmando que los periódicos mejorarían considerablemente si todos los columnistas siguieran el ejemplo de Considine. Olvida que seguramente el columnista norteamericano tendría mucho que decir aquel día, pero consideró más simpática su extravagancia, su gesto de desapego. Me juego esta pluma a que el ego de Considine no era muy diferente al del resto de los columnistas del mundo, incluido Randall, que en la letra pequeña de la solapa de su libro confiesa su delito: actualmente es columnista de The Independent.

Si hemos de ser sinceros, Randall se queda corto. El columnista es todo lo que se ha escrito de él y más. A veces, manipulador. Otras veces, inteligente y experto. O entretenido y satírico. Y casi siempre, impuntual y desproporcionado. El columnista es, al fin, un tipo que vive de pensar, escribir, y beber. Pero no necesariamente por este orden.

Le ocurre a Randall y a muchos otros sabuesos del periodismo. Al analizar el complejo propósito del articulista, se olvida la perspectiva personal. Los analistas tienden a centrarse en las consecuencias de un artículo. Y, de acuerdo, ya sabemos que una columna puede encender mil incendios, y que no se ha inventado aún el artículo capaz de apagarlos. Pero eso es todo lo exterior. También hay una perspectiva interior, que explica casi todas las columnas de opinión, incluso las que persiguen a los lectores de madrugada en forma de pesadillas de terror. Desde Larra hasta Reverte, la columna de opinión es una necesidad. Un desagüe. Un diván. Y en este sentido, Internet, con sus espacios de opinión, sus blogs y sus Twitters, nos ha salvado de más de un disgusto. Porque la columna de opinión es, en suma, lo que evita que los lunáticos pasemos de la palabra a la acción.

 
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