Cultura en vena

Quienes ven un horizonte cultural decadente quizá harían bien en mirar en otro lado, pues hay iniciativas y personas apasionadas por el saber que permiten afrontar el futuro con esperanza

Librería.
Librería.

Hay cosas que van mal, muy mal, pero otras no tanto. Incluso si miramos bien y atendemos a los detalles, es posible distinguir ciertos rayos de luz entre la niebla -densa y gris- del futuro. Justo la semana pasada, cuando se lanzaban las nuevas directrices educativas, tan criticadas, y cundía la desesperanza, volví a tomar conciencia de que el veneno de la cultura, para nuestra fortuna, no necesita canales públicos para transmitirse. Se contagia a golpe de entusiasmo en los sitios más insospechados.

Hace tiempo, por ejemplo, que ha dejado de ser monopolio de los académicos. Ni siquiera la prensa constituye su vanguardia. Los clubes de lectura, nacidos con disimulo y entre los intersticios del poder, fueron determinantes para inundar la sociedad con nuevas ideas. Algunos intelectuales aseguran que a la erudición le gustan más las redes informales y desinteresadas para difundirse que las tarimas y las cátedras.

El otro día me invitaron, precisamente, a una tertulia literaria organizada por un grupo de amigas. Llevan tiempo confabulando con los libros e infectándose con el virus del conocimiento. Se ilusionan cuando abren un volumen, cuando se les lanza al azar una retahíla inopinada de autores y títulos. Roban tiempo al sueño para calmar el mono y sueñan y se enamoran, y se enfadan y rompen a llorar, como los protagonistas de sus novelas predilectas.

Se reúnen periódicamente y acuden a la cita armadas con sus ideas para expresar lo que les sugiere la lectura. Quizá no lean los libros preceptivos, ni sigan un canon, pero tienen esa vocación del lector empedernido que no resiste la tentación de abalanzarse sobre la letra impresa porque sabe que allí, entre los renglones, amparadas por las guardas, hay experiencias y mundos y universos bellos o terribles, finales felices y dramas de película, aventuras y leyendas tan imprescindibles o extraordinarios como la vida misma.

El veneno de la cultura, para nuestra fortuna, no necesita canales públicos para transmitirse. Se contagia a golpe de entusiasmo en los sitios más insospechados

En aquella ocasión optaron por leer Ardiente secreto, una novela corta de Zweig que es, al tiempo, una obra maestra de psicología. En ella se alterna la perspectiva de un niño en pleno proceso de maduración con los sentimientos maternales y el punto de vista femenino. Cada una de las “lectoras” había captado determinados detalles, se había fijado, de acuerdo con su idiosincrasia, en una u otra cosa, de modo que los comentarios, tomados en conjunto, destripaban el “secreto” y sentido -los sentidos- de la historia de Zweig.

Caí en la cuenta de que no hay solo una forma de leer. Que cada uno se embaula los libros para satisfacer una determinada necesidad: unos se detienen en la belleza de un término o en la rigurosidad de la descripción, mientras otros se saltan párrafos para llegar al meollo de la trama. En fin: que, como en el amor, en nuestro trato con la literatura no hay un método óptimo. El nuestro es el mejor.

He de confesar que salí reconfortado de la reunión porque pensé que la literatura estaba en buenas manos. Tuve la misma sensación al concluir unas clases en una universidad de mayores. El nombre no es afortunado porque la edad es relativa. Con independencia de ello, los alumnos que me han acompañado durante seis semanas para desbrozar el contexto cultural contemporáneo tenían el alma henchida de juventud, de admiración. Y se afanaban por lo que contaba con expectación, al igual que un explorador al inicio de una carrera prometedora.

Como las integrantes del club de lectura, también acudían puntualmente a las clases. Tomaban nota y se les veía sedientos de saber, deseosos de reflexionar. En gran parte, también preocupados ante el cariz de los acontecimientos. Participativos, comprometidos, profundos.

 

Aunque a veces tendemos a ver las aulas y los departamentos universitarios como un erial intelectual, tengo compañeros y alumnos con un hambre de saber que ni el ambiente ni los planes de estudios han logrado apagar

Para ser francos, no son los únicos incondicionales de la cultura que he tenido la suerte de conocer. Aunque a veces cunde el pesimismo y tendemos a ver las aulas y los departamentos universitarios como un erial intelectual y desganado, tengo compañeros y alumnos con un hambre de saber que ni el ambiente ni los planes de estudios han logrado apagar. Por ejemplo, tengo amigos -profesionales- que visitan, siempre que se lo permite un trabajo agotador, la biblioteca o estudian, sin buscar recompensas sociales.

Eso es una garantía para el futuro, para nuestro futuro. Conocer a personas así, para las que leer, escribir o pensar constituyen tareas ineludibles, su vocación sagrada, y que cuidan de su jardín interior con la misma minuciosidad con que otros suben su día a día a Instagram, ha sido muy enriquecedor porque en esos encuentros la pasión cultural se ha multiplicado y el virus expandido con mucho mayor vigor y facilidad. Es cultura en vena.

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