La dignidad de las víctimas

Peter Balakian, poeta americano, rememora en un hermoso libro el sufrimiento del pueblo armenio y da nombre a las víctimas del primer genocidio del siglo XX

Adolecemos de una falta de sentido cultural e histórico y vagamos como burgueses frívolos y serviles, dando por sentado valores y logros que solo hemos conseguido difundir tras arañarlos con mucho esfuerzo al tiempo
"Adolecemos de una falta de sentido cultural e histórico y vagamos como burgueses frívolos y serviles, dando por sentado valores y logros que solo hemos conseguido difundir tras arañarlos con mucho esfuerzo al tiempo"

Balakian, poeta y profesor en una universidad neoyorkina, compone una crónica sentida y personal -unas memorias familiares, en suma- de una de las mayores tragedias del siglo XX: la matanza del pueblo armenio. Con el fin de evitar una secesión de esa parte de su imperio, los otomanos sometieron a la población asentada en Armenia oriental y buscaron, de un modo premeditado, masacrar y acabar para siempre tanto con la cultura de la región como con la vida de quienes la representaban.

Más tarde, en 1943, un jurista polaco, Raphael Lemkin inventó el término que puso nombre a esa crueldad sin precedentes: genocidio. El vocablo se ha empleado hasta la extenuación y no siempre con rigor. Desgraciadamente, en el insulso frenesí de la guerra ideológica, constituye incluso una consigna sospechosa.

El relato de Balakian, poeta y amante de las palabras, contribuye a devolver a ese desdichado neologismo toda la tragedia humana y la carga histórica y moral que comporta. Y aunque solo sea por eso, su ensayo merece la pena.

Pero, además, como hemos perdido sensibilidad ante la devastación, los recuerdos que recoge son muy reveladores. Acompañarle por sus descubrimientos personales es como iniciar la edad de la madurez de la mano de un buen amigo. Para él, un joven privilegiado asentado en Nueva Jersey, Armenia era algo extraño, lejano, un eco que había que dejar atrás, pero que constituía el telón de fondo de la existencia familiar.

Fue su abuela quien le desgranó la matanza de los armenios y los sufrimientos ocasionados por el odio visceral. Eso explica que en El perro negro del destino se combine lo sentimental y lo histórico y se entreveren referencias a la cultura americana con las costumbres inveteradas de un pueblo que el rencor se propuso extirpar de la historia.

Es cierto que los Balakian, al fin y a la postre, tuvieron suerte; lograron formar una familia feliz, plagada de eruditos y académicos, uno de esos clanes de emigrantes judíos con sobremesas atestadas y ruidosas que se alargan hasta la noche. Aunque fueron testigos privilegiados de la sinrazón y la crueldad, se responsabilizaron de la suerte de su pueblo y en muchos casos disfrutaron de esa envidiable conciencia de la dignidad que es la salvaguarda que necesitamos cuando las cosas se ponen feas.

El peor enemigo de la tiranía, el adversario más temible, es el recuerdo. Rememorar, al fuego del hogar, en la cátedra o en los libros, dondequiera que sea, el sufrimiento y la injusticia es tanto la manera de reparar espiritualmente a las víctimas como una forma de proteger la dignidad humana. Es lo que enseña Balakian y lo que ningún ser humano tiene derecho a olvidar.

 

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