Educar, las claves de un misterio

Más importante que las técnicas o los consejos de los expertos, educar requiere contar con modelos que promuevan los valores adecuados

"Como sucede con la felicidad o con el amor, educar es un arte".
"Como sucede con la felicidad o con el amor, educar es un arte".

Se dice normalmente que el órgano más misterioso es el cerebro. Sin ser inexacto, lo que en verdad constituye un enigma es el ser humano. Y eso en todas las dimensiones: sí, no sabemos muy bien cómo funciona la inteligencia, pero tampoco hemos desentrañado el amor, los impulsos, los entresijos de la memoria, el lenguaje, la libertad. O la educación.

Como vivimos en tiempo de los especialistas, nos han hecho creer que para ser buen padres precisamos de cursillos, libros de consejos y mediadores y asesores familiares. Dicen que las circunstancias lo exigen, pues cada vez hay más crisis y las parejas duran menos. Y eso repercute en los hijos.

De modo que, dado que la educación es tan importante para que nuestros hijos sean buenos profesionales -personas de bien… individuos con un futuro-, lo mejor es que se encarguen de ellos quienes entienden de pedagogía. Quizá sea cierto, pero cuando la crianza se deja en manos de los expertos, de los técnicos, puede convertirse en adiestramiento.

“Cuando la crianza se deja en manos de los expertos, de los técnicos, puede convertirse en adiestramiento”

Como sucede con la felicidad o con el amor, educar es un arte. Y todos sabemos que el arte se aprende a base de práctica, intentando cada vez más acertar en el blanco, pero siempre se lleva a cabo en el filo de la navaja. Nunca podemos estar seguros y lo que hacemos con una hija no funciona en el caos de la otra. El teólogo y filósofo francés Fabrice Hadjadj afirma que ser padre o madre no es una función que se pueda aprender memorizando habilidades o cumplimentando cuestionarios. Nadie nos habilita para ello. Es una praxis, más parecido a nadar o montar en bici que a tecnología, como nos han hecho creer últimamente. O sea, que hay que lanzarse a la piscina.

Hay un fenómeno inquietante que sugiere hasta qué punto hemos modificado nuestra comprensión de la educación: los niños cada vez pasan más tiempo en el colegio y los docentes asumen papeles que tradicionalmente han desempeñado -mal o bien- los padres, los amigos o la familia. Que los chicos dediquen las tardes a sentarse en un escritorio, evitando el contacto con la calle, o prefieran aislarse en su cuarto con Internet en lugar de bajarse a la plaza -si es que todavía hay plazas y barrios y quioscos que vendan pipas-, son también síntomas de que no sabemos muy bien en qué consiste la educación.

Es evidente que hay causas sociales y culturales que han cambiado las cosas. Los padres trabajan; las calles pueden ser un peligro; los profesores son pedagogos especializados, atentos a cualquier patología o merma del aprendizaje. Y sí: quizá los chavales estén preparados para el mundo tecnológico que les toca vivir, adquiriendo competencias y destrezas que les serán de gran ayuda en su futuro laboral.

Pero también una educación excesivamente especializada, como la de hoy, puede deformarles: les enseñamos a rellenar encuestas o seleccionar opciones correctas en un test, todo ello en inglés, pero fracasamos porque no impulsamos su crecimiento. Y en esto consiste precisamente la educación.

Es necesario no olvidar lo que apuntaba Aristóteles: ser bueno es algo tan sencillo como tomar a quien actúa bien como modelo. Por eso, no hay que mirar al experto, al que tiene títulos en su despacho o ha hecho un curso de especialización en nuevas tendencias educativas. Hay que estudiar con atención la forma de conducirse de aquellos vecinos que tienen niños felices, educados. Buenos de verdad. La receta no falla.

 

“No hay que mirar al experto, sino estudiar con atención la forma de conducirse de aquellos vecinos que tienen niños felices, educados. Buenos de verdad. La receta no falla”

Crecer no es un procedimiento por el que se adquieren pericias o capacidades, sino un proceso de florecimiento o desarrollo de nuestra humanidad, en el amplio e impreciso sentido del término. Este es el motivo por el que resulta más importante fijarnos en los modelos -éticos, estéticos, culturales- de nuestra sociedad que por el currículum académico. O sea, es mucho más grave que en nuestro imaginario -o en nuestro entorno más próximo- reluzcan en el firmamento personajes frívolos o chabacanos que la edad en que nuestros hijos comiencen a leer.

Madurar consiste en la capacidad de reflexionar sobre los propios actos desde la perspectiva del bien. Con poca edad, apenas nos diferenciamos de nuestros progenitores. Después se atraviesa una fase de egocentrismo. Pero también hay una etapa en la que el niño opera en función de lo que le causa placer o disgusto. A medida que crecemos nos damos cuenta de que lo mejor es costoso, que tenemos que luchar por realizar el bien y que es eso, no la complacencia inmediata, lo que proporciona una felicidad menos perecedera.

En ese proceso de crecimiento, de desarrollo, estamos contribuyendo a formar personas libres. Guardini, siempre tan sabio, explicaba que es un error pensar que el amor conduce a abrigar, resguardar o proteger al ser amado. El gesto propio del amor es retirarnos para dejar espacio al otro. “El primer paso ante un tú es apartar las manos. El amor no comienza con un movimiento hacia el otro, sino con un retroceder ante él". Y esa es la parte más difícil del proceso educativo: equilibrar nuestro deseo de que alguien alcance el bien con el respeto -sagrado- hacia su libertad.

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