Elogio del libro (y vituperio de su sacralización)

Leer es una actividad placentera, no una tarea sagrada y obligatoria

"Es más determinante para la educación de un niño que le dé clase un lector empedernido que el hecho de no saltarse los diez minutos diarios de lectura preceptiva".
"Es más determinante para la educación de un niño que le dé clase un lector empedernido que el hecho de no saltarse los diez minutos diarios de lectura preceptiva".

No hay ningún lector -ningún lector cabal, quiero decir- que espere a celebrar el Día del Libro para regalar uno o compre obras solo durante la Feria del Retiro. Un auténtico lector tampoco conmemora esta fecha embaulándose un ejemplar, sino que pasa páginas cuando le viene en gana porque se sabe libre y por encima de las modas. 

Un lector, el auténtico, es el que se apasiona con un libro y pierde el tiempo buceando en nuevos títulos. Por eso, el Día del Libro se parece al Día de los Enamorados, o sea -y perdonen el atrevimiento- es una patraña. Si tienen que recordarnos lo importante que es amar o leer cada año -cada 14 de febrero, cada 23 de abril- es que las cosas no van bien.

De ahí que el peor servicio que la cultura pública pueda hacer al libro sea promocionar el acto de leer. Y no me refiero solo a lo pernicioso que es estimular un placer como el que deparan los libros a través de lecturas obligatorias o introduciendo clásicos en el currículum académico. Lo perjudicial ha sido dotar a todo lo que rodea al libro de un aura y prestigio tan sublime, casi museístico, que ha terminado separando la letra impresa de la vida corriente. 

Quien lee de verdad sabe que no es más que los demás porque se come los libros por la misma razón con que otros ven la televisión, es decir, para pasar un buen rato. Fernando Savater, que es uno de esos lectores impenitentes, lo explica muy bien: es consciente de que si se apasionó por los cuentos de animales y los relatos de aventuras fue por la sencilla razón de que no tenía muchos pasatiempos alternativos a mano. De haber vivido hoy a lo mejor se hubiera convertido en un friki de los videojuegos, según confiesa. 

Si nos paramos a pensar existe cierta inconsistencia entre los valores públicos y el día a día. Intentamos que los niños lean, pero acudimos a colegios tan tecnológicos que hurtan a nuestros chicos la posibilidad de quedar seducidos por el olor del papel. Repetir machaconamente que leer es un imperativo nos inclina a infravalorar el placer que depara. 

Estoy seguro de que cambiaría mucho la situación si se preguntara al docente, antes de contratarle, por sus hábitos lectores, por su vida intelectual, en lugar de comprobar si sabe lo que es un aula invertida o controla los mecanismos de la pizarra digital. Es más determinante para la educación de un niño que le dé clase un lector empedernido que el hecho de no saltarse los diez minutos diarios de lectura preceptiva.

“Intentamos que los niños lean, pero acudimos a colegios tan tecnológicos que hurtan a nuestros chicos la posibilidad de quedar seducidos por el olor a papel”

Además, no nos conformamos con leer. Queremos que se lean buenos libros. Aunque el lector voraz sabe que no es lo mismo Shakespeare que una novela menor, no por ello posterga estas. Dicho de otro modo: parece que lo que importa no es leer, sino, para colmo, leer libros reputados como imprescindibles. Es como si prescribiéramos a alguien que ni siquiera quiere adelgazar una dieta muy restrictiva. Un contrasentido. 

Propongo eliminar el Día del Libro. Sugiero suprimir todas esas actividades que se hacen en los centros educativos y que transmiten la idea de que un volumen escrito es un objeto sagrado, casi inaccesible, y especialmente aburrido, al que por imposición de la corrección política hay que rendir tributo. Creo que se puede promocionar mucho mejor la lectura contando historias, haciendo de esas piezas con hojas cosidas y tapas algo tan familiar y doméstico como un cojín confortable.

 

“Sugiero suprimir todas esas actividades que se hacen en los centros educativos y que transmiten la idea de que un volumen escrito es un objeto sagrado, casi inaccesible, y especialmente aburrido al que por imposición de la corrección político hay que rendir tributo”

O sea, abogo por desacralizar la lectura, dejarla de convertir en un fin en sí, algo absoluto, celestial, divino. No conozco a ningún lector auténtico -a ningún lector cabal- que se abalance sobre una obra por obligación. Cuando un lector se aproxima a lo árido lo hace como el enamorado que se sacrifica por la amada. Para él no existen libros obligatorios.  

Hay muchos tutoriales en YouTube en los que lectores supuestamente frenéticos ofrecen pautas para leer más. También hay retos en los que los llamados lectores mecánicos (Edith Wharton) se dejan literalmente los ojos para batir sus marcas: dos, tres o cuatro libros a la semana. Para curar este hábito tan nocivo que se ha instalado en nuestra sociedad del rendimiento el revulsivo más eficaz es invertir los valores de la producción inconmensurable por los de un sano placer. ¿No sería una auténtica terapia de choque para muchos animar a eso tan mediterráneo que es el dolce far niente? 

Aunque nada va a cambiar, sí que nos podemos entrenar en el arte de sabotear los hábitos o creencias culturales más falaces, como suelen ser siempre las que tiene su origen en el discurso oficial. Puestos a destruir mitos como el de la lectura, pero intentando aportar nuestro granito de arena para que los niños descubran su vocación de lectores voraces, lo apropiado es recomendar uno de los mejores manifiestos que conozco sobre la lectura como pasión. Si tienen que regalar algún libro hoy, no lo duden: Como una novela, de D. Pennac. 

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