Genios matemáticos

Debemos mucho a los científicos que dan su vida por solucionar problemas abstractos y que, a causa de su entrega, toman decisiones extravagantes o incomprensibles

"Lo importante para los matemáticos es la búsqueda, el milagro de andar a la zaga de lo que es más perenne".
"Lo importante para los matemáticos es la búsqueda, el milagro de andar a la zaga de lo que es más perenne".

La pureza de los números ha fascinado a los individuos más inteligentes de la historia, desde Pitágoras hasta Grigori Perelman, el joven ruso que se retiró extrañamente de la sociedad tras resolver la conjetura de Poincaré. Y aunque para algunos los guarismos siempre serán un misterio impenetrable, lo cierto es que el mundo matemático es un enigma que, en esas ocasiones geniales, queda resuelto de un modo maravilloso, como cuando, al final, tras muchos esfuerzos, encajan las cosas. Puzle acabado.

Un verdor terrible (Anagrama), el libro en el que Benjamín Labatut mezcla fantasía y realidad para exponer las biografías de matemáticos y físicos al borde de la obsesión, suscita en simples mortales como nosotros admiración y ternura hacia ellos. Muchos se dejaron la cordura y la salud por tropezar con una solución, llegando a niveles sobrehumanos.

“Filósofos y pensadores se han dado cuenta de que hay en las matemáticas una verdad tan inexorable que quien se aproxima a sus partes más arduas y complicadas cree que está tocando con sus manos la eternidad”

La meticulosidad de Bohr, el misticismo paranoico de Grothendiek o el elegante y aventurero camino que tomó Schwarzschild para resolver con exactitud, en el frente de la Primera Guerra Mundial, las ecuaciones de la teoría de la relatividad que Einstein no había solventado, revelan los intersticios que aprovecha lo excepcional para penetrar, como un rayo de sol, en la oscuridad de la tierra.

No se trata de idolatrar a los científicos; también el libro da cuenta de sus miserias, sus egoísmos más o menos soterrados, sus manías y perversiones. Pero solo obsesiones tan acendradas como las que atenazaron tanto la cabeza como las entrañas de estos personajes resultan suficientes para que la ciencia -y con ella, claro está, nosotros- avance un siempre un poco más.

Los personajes que Labatut retrata en una novela breve, pero de una intensidad narrativa brillante, perdieron la cabeza, llevados en su mayor parte por una vocación que, aunque terminara en ocasiones endiosándolos, era suficientemente hermosa como para dar la vida por ella. No sacaron nada de ello: solo la sublimidad del pensar.

“Estos seres dotados de un don preciado son sabios admirables porque persiguen las huellas de los números hasta la extenuación, por un amor -infinito- a la verdad”

Genio es el que consigue ver una salida donde el resto vemos puertas cerradas a cal y canto. Para pasar a la historia no solo hace falta plantear hipótesis insospechadas o locas, sino porfiar en ellas hasta demostrarlas. En el caso de la física cuántica, que pone en suspenso el sentido común y las categorías newtonianas, hay que confiar en la exactitud de fórmulas intrincadas. El portento es que la realidad, siempre tan remisa a nuestros sueños, responda con tanta escrupulosidad a los cálculos. Filósofos y pensadores se han dado cuenta de que hay en las matemáticas una verdad tan inexorable que quien se aproxima a sus partes más arduas y complicadas cree que está tocando con sus manos la eternidad.

Hay muchas anécdotas de matemáticos locos, algunas extravagantes. Sospecho que la mayoría será fruto de la invención. También Labatut aprovecha el peso poético de las excentricidades, imaginando algunas de ellas. Pero por muy raras e inusuales que nos parezcan algunas leyendas, lo mágico es que todas podrían ser ciertas. ¿Quién no cree que un matemático pueda morir de hambre, olvidándose de comer, por acertar con la solución a un dilema? ¿No es posible encontrarse a un científico japonés delirando en un parque donde juegan niños?

 

Y aunque hay genios que dan lástima porque llegan a truncar sus vidas -o miedo, porque anidan en ellos quimeras que pueden truncar la existencia de otros-, en su mayor parte los miramos con afecto. En el escaparate de talentos que nos dispensa Labatut los que sobresalen son los que deciden renunciar a las medallas, los que no se dan importancia, los que se encierran en sí mismos o se despiden, como Grothendieck o Perelman, de la moda social, poniendo de manifiesto que es frívolo -y deshonesto- convertir el ejercicio más sutil y divino de la inteligencia en un mero divertimento. En un espectáculo de masas groseras y zafias.

“Me alejo de los focos porque no soy un mono de feria”. Así se despidió Perelman. Ni medalla Fields ni grandes seminarios en los verdosos campus de la Ivy League. Estos seres dotados de un don preciado son sabios admirables porque persiguen las huellas de los números hasta la extenuación, por un amor -infinito- a la verdad. Muchos de ellos -pienso en Schwarzschild, con sus cálculos alumbrados por el fuego de mortero, hundido y sucio en su trinchera- no se vanagloriaron de su descubrimiento. Lo importante era la búsqueda, el milagro de andar a la zaga de lo que es más perenne y perfecto que la carne.

No hace falta decir que nuestra civilización técnica se levanta sobre el apasionado desinterés, la loca generosidad, de quienes fueron tan ambiciosos como para creer que todo el arcano del cosmos podía contenerse en una hoja de papel. De su entrega -de su locura y, por tanto, de sus vidas casi siempre hechas trizas- depende que nosotros ahora podamos conversar a través de una pantalla con un compañero que vive a miles de kilómetros de distancia. Por eso hay que rendirles un rendido homenaje, como hace Labatut. Y desear fervientemente que su estirpe no se extinga.

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